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© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

SOSPECHA Vueltas daba en la cama aquel hombre y el sueño no le venía. Se levantó. ¿Cómo poder dormir? ¿Cómo llegar a seducir al sueño? Quería conciliarlo y no podía. Una inquietud profunda era la que lo mantenía despierto. ¿Dónde estaría ella? ¿Qué estaría haciendo? Quizá unos extraños brazos estrecharían su desnudo cuerpo. Sólo pensar en ello le daba furor, le daba miedo y lo ponía enfermo. Él era un fracasado hombre sin trabajo. Por desgracia era su mujer la que el sustento ganaba. Le parecía mal. No lo podía soportar. Se avergonzaba y sufría delante de sus hijos. Debía el padre de ganar el pan y él no era capaz. Le obsesionaba una idea y le torturaba el pensamiento. Había gestos y miradas que le hacían pensar que su mujer le traicionaba. Por otra parte, no quería creer que fuera cierto. No podía así seguir viviendo. Tomó una decisión. Aún era de madrugada. Tenía que saber la verdad. Se vistió en tanto que pensaba seguir a su mujer y espiarla. En un bar trabajaba su esposa sirviendo copas en la barra. Más que guapa era su mujer hermosa. Cierto que la deseaba todo aquel que la miraba. Y él nada podía hacer en contra. Andaba por la ciudad, en la noche, por calles solitarias. Llegó al bar en donde ella trabajaba. La observó a través de la ventana. Hablaba con un cliente y le sonreía. Llevaba un vestido negro. Los pechos del escote casi le saltaban. Bella era y bella estaba. La sangre en las venas le hervía. La rabia y los celos le mordían. Ciego de odio y de dolor temblaba, y apenas se contenía. Deseaba vengarse de algo que tan sólo intuía. Se merece la muerte, pensó, y quiso matarla. Con ese pensamiento, esperó en la sombra. La noche era oscura y llovía; era una menuda lluvia que calaba. Al fin salió con aquel hombre junta. Él rodeaba con su brazo su cintura. Rápido entraron en un coche que había cerca y pronto se alejaron. Mentalmente acusó a su mujer de puta y puerca. Y comenzó a llorar con desbordada rabia. Desconsolado, inició el camino a su casa. Entró en su alcoba. Su mujer aún no estaba. Se imaginaba lo que haría en ese momento. Se le aceleraba el corazón, y punzadas sentía de dolor. Le torturaba el pensamiento las imágenes pensadas. Se metió, tembloroso, en la cama. Pasó un rato, y cuando amanecía, a pesar de que el alma le dolía, se quedó dormido. Se despertó bruscamente. Advirtió que tenía las manos llenas de sangre, así como también la ropa de la cama. No comprendía nada. ¿Qué habría pasado? ¿Era aquello verdad, o estaba soñando? Miró al otro lado de la cama, su mujer no estaba. Intentó recordar; pero su mente estaba en blanco. Algo grave tenía que haber ocurrido. Pensó en despertar a los niños para que fueran a la escuela; pero cayó al pronto en que era Domingo. Varias veces sonó el timbre de la puerta. ¿Quién sería a aquella hora? Se levantó, y vio manchas de sangre por el corredor. Se extrañó, y tubo a la vez una honda sensación de pánico. Las piernas le temblaban y sintió que se meaba. Los que fuera estaban insistían con la llamada. Al fin abrió la puerta. Unas personas de uniforme ante él se hallaban. Uno habló y dijo: "Policía. Queda usted detenido". No supo qué decir. Se quedó sorprendido. Pudo recuperarse y preguntó: "¿De qué se me acusa?" "De haber asesinado a su mujer". "Ella trabaja, y aún no ha vuelto a casa". "Se encuentra fuera; está muerta, cosida a puñaladas. Un vecino ha visto cómo usted la sacaba". "Yo he dormido toda la noche, toda la noche, toda la noche"... "Papá, papá. Es que no te vas a despertar". Eran sus hijos que estaban ante su cama y lo despertaban. Todo había sido una pesadilla. "¡Dios mío! Fue tan sólo una pesadilla". Su mujer se hallaba en la cocina y desayunaba.

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