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© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

EL TERRORISTA Iba aquel hombre solo, andando por la ciudad. Una misión tenía que cumplir. Defendía una causa, y estaba dispuesto a morir luchando por la misma. Su pensamiento no albergaba ninguna duda. Su mente no admitía idea otra alguna. Cerrado estaba a toda otra consideración que enfocara el tema de forma diferente. Tenía que matar, aunque fuera a inocentes personas, que tan sólo querían vivir en paz con amigos y seres queridos. El ideal a conseguir era para él sagrado; por ello ejecutar tenía atentados que desesperación causara y quebranto, dolor llevando y muerte a mucha gente. Su vida era una huida constante y una lucha interior con el miedo de morir, o pudrirse en la cárcel. Su porvenir estaba vendido, hipotecado por completo, a una causa perdida en el andar del tiempo. ¿En nombre de qué intereses? ¿Cuáles eran los valores que causar la muerte permitía? ¿Era acaso él un hombre valiente? ¿Pensaba en defender su religión? ¿Intentaba quizá crear una nueva patria? ¿Se creía así mismo un héroe, tal vez un mártir que luchaba por una justa causa? No sentía que tenía las manos llenas de sangre, ni que portaba mil muertos sobre las espaldas. Cerrado a toda pesadumbre estaba. Su enemigo era aquel que pensaba diferente, y no aceptaba su doctrina. Tenía que imponer su pensamiento por encima de todo otro sentimiento. La razón era suya, y suya era la justicia. Decía actuar en nombre de una raza, de un pueblo; pero lo cierto era que el apoyo no era completo, aunque se arrogara el derecho de atentar y matar. Debía continuar. Tenía que poner las bombas dentro de aquellos grandes almacenes. Morirían ancianos y niños, mujeres y adolescentes. En fin, mucha gente de toda condición y de todo punto inocente; a la que le importaba un bledo la validez que daba a su argumento. No se consideraba un asesino, a pesar de estar dispuesto a provocar una masacre. Era en realidad un ser abyecto y miserable. "En toda guerra hay víctimas colaterales", se decía, y así acallaba su conciencia. Era como la rueda de una máquina que rodaba. No tenía criterio propio, era sólo una parte del todo que procuraba el Mal. No era persona ni opinaba. Sólo obedecer tenía lo que le ordenaban, que siempre era destruir y matar, sangre derramar, luto procurar y llanto. Tenía que andar cauteloso, con mucho tacto. Que nadie nada sospechara de aquello que tramaba; para llevar poder su misión a buen cabo. La organización estaría satisfecha de él si todo le salía bien. Sería admirado entre los suyos, y él se sentiría lleno de orgullo. Tenía en la memoria el plano del edificio, y bien sabía en donde debía de emplazar las bombas. Bajó las escaleras como si fuera al servicio. Un momento que estuvo solo, se sacó un paquete de entre su ropa y vino a colocarlo bajo un lavabo. Otras bombas llevaba dentro de una bolsa, Las fue sacando y situando de la misma forma. Así, otros tantos artefactos explosivos colocó en la planta de arriba, cuando vio el oportuno descuido. También había compañeros suyos mezclado entre la gente; bombas poniendo en sitios diferentes. Todo se quedó minado desde el sótano al tejado. Estaba acordado y así hecho, que explotara una bomba cada cinco minutos. El pánico sería tremendo. La gente estaría horrorizada y habría muchos muertos, cosa que lo pondría muy contento. Todo para escapar estaba ya dispuesto. Un coche le esperaba dos calles más abajo y de allí se alejarían, más que rápido corriendo. No se consideraba cobarde, aunque huía. Tras pasado que fue un tiempo, se dejaron oír las explosiones. Entre ellos se miraron y sonrieron. ¡Habían tenido éxito! En su guarida se escondieron y muchos días estuvieron sin salir apenas. Levantar no querían sospechas, y amable se portaban y distantes, como unos turistas cualquiera. Ni oían radio ni compraron prensa. Un compañero vino a verlos semanas más tarde, y le dio el pésame a aquel que colocó las bombas en el almacén. Se extrañó el terrorista y preguntó por qué. -¿No lo sabías? Pues a muerto tu madre, también tu hermana, novia y tía. Estuvieron de compra en el almacén, aquel para algunos fatídico día. Blanco como la blanca pared quedó aquel; y aunque parezca mentira se emocionó, y rompió a llorar desconsoladamente. ¡Dios mío, exclamó, qué mala suerte!

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