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© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

EN LA SALA DE ESPERA Me encontraba en la sala de espera. Pasaba el tiempo lento y pesado. Esperaba mi turno con el médico de cabecera. Había mucha gente. La sala estaba abarrotada. Entraban y salían y a mí no me llamaban. Una honda soñolencia comenzó a adueñarse de mí. Un profundo sopor me invadía el cuerpo, y sentía que en la profundidad del sueño me hundía. No tenía noción del tiempo transcurrido. Quería alzarme y preguntar lo que pasaba, mas no lo conseguía, era incapaz de poder incorporarme. No sé si fui yo, o fue acaso mi espíritu, el que al fin logró levantarse. Tenía una ansiedad, una inquietud que me desesperaba y consumía. Miré a mí alrededor y estaba solo. Se había marchado toda aquella gente. ¿Qué hora sería? ¿Por qué no me había llamado el médico? ¿Qué enfermedad tenía? ¿Qué era lo que me pasaba? Recorrí el pasillo. Miré en las estancias y nadie había por parte alguna. ¿Cómo era posible que estuviera allí solo? ¿Cómo se habían olvidado de mi persona? ¡Pobre de mí! ¿Por qué me sucedían tales cosas? ¿Qué hacer ahora? Recordaba que era viernes. Tenía por delante todo el fin de semana. ¡Era alucinante! Todo era silencio, todo estaba callado. ¡No podía estar allí encerrado todo el tiempo! ¡Algo debía hacer! Me senté y levanté varias veces. Estaba desesperado. Comencé a andar por aquel largo pasillo, dirección a la puerta de salida; pero no llegaba, a pesar de que ahora corría dando grandes zancajadas. Me cansé y tuve que sentarme sin más remedio. Empecé a tener miedo de aquella extraña circunstancia. Alguien debía de encontrarse allí, pensaba. Quise abrir una puerta, pero estaba cerrada. Lo intenté con las otras puertas, mas no logré abrir ninguna. ¿Cómo pudieron olvidarse de mí, cómo no advirtieron que estaba allí, en aquella sala de espera? Todo era altamente singular. Quizá estuviera abierta alguna ventana, me dije, y empecé a comprobarlo. Advertí que no había ninguna abierta. Quise con una silla romper el cristal, sin llegar a conseguirlo. Parecía que el cristal no fuera de cristal, sino de goma. Un reloj se oyó dando la hora; tres cuartos sonaron. Algo sospechaba. De repente me volví y vi detrás de mí una horrible cara. Sabía que era el médico, pero su rostro me parecía el de una rata. -Se le ha llamado. ¿No lo ha oído?- dijo. -No, perdón, nada he sentido. Pasé a su consulta. Pero aquello no era un despacho. ¡Era un prostíbulo! Mujeres medios desnudas fumaban y bebían en sillones sentadas. Me miraban y se reían dando grandes carcajadas. -¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?- pregunté algo airado. El doctor se volvió, pero era éste ahora un barman que me ofrecía una copa de champaña. -Tenía una cita con el médico. Creo que estoy enfermo- dije. -Diviértase y no piense en nada, que mañana será la vida diferente. Quizá le ronde cerca la muerte. -¿Es que no tiene mi mal cura? -Sólo se cura aquel que se divierte, el que se entristece, envejece y muere. Nunca jamás oí una cosa tan absurda, pensé, y noté que alguien con insistencia me tocaba en el hombro: -Señor, señor, su turno- dijo una voz. Abrí los ojos. Creí venir de otro mundo. La sala de espera estaba llena. Miré el reloj, eran las once menos cuarto. Fue pues el rato de mi espera de sólo cinco minutos.

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