Portada
© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

EN EL CEMENTERIO El día de los difuntos. Lleno de gente estaba el cementerio. Todos llevaban flores y se acordaban de sus muertos. Un hombre solo y viejo, andaba hundido en sus pensamientos. Se paró ante la tumba de su amada. Puso un ramo de flores frescas, y se sentó allí, recostado contra la lápida. Últimamente no se hallaba bien, quizá los años le pesaban. Oía el rumor alrededor de él, de las personas que iban de una a otra parte. Cerró los ojos y evocó los días de su ayer. Cuando jugaba de chiquillo, cuando se puso novio, con la que sería luego su mujer. "Jamás te dejaré de querer, incluso cuando ya no estés", le había dicho un momento antes de que expirara, cuando ella ya no pudo oírle, pues agonizaba. ¿Por qué se había ido antes que él? La culpa fue de aquella enfermedad maldita. Nada los médicos pudieron hacer. ¿Qué hacía él solo en el mundo? Cada uno de sus hijos vivía su vida. Ya se sabe, el viejo es siempre un estorbo, y por eso vivía solo. Casi sin darse cuenta se quedó dormido. Cuando se despertó era ya noche cerrada. Se alzó y comenzó a buscar la salida por aquel laberinto de tantos y tantos muertos; pero no pudo hallarla por parte alguna. Redonda y amarilla la luna nueva brillaba en el claro cielo. Al pronto advirtió una negra figura moverse esquiva entre las cruces de las tumbas. ¿Quién sería? ¿Por qué se escondía? se preguntó. Seguro que será un pordiosero, pensó, que busca un sitio para dormir. Continuó buscando la salida. Al fin la halló; pero ésta estaba cerrada. Se hizo cierto reproche; mas tuvo que aceptar allí quedarse toda la noche. Notó que de verdad hacía frío. El cuello se subió del grueso abrigo, y se tendió sobre la tumba de su amada. Era imposible conciliar el sueño. Para peor, se levantó un fuerte viento. Se incorporó y quedó sentado allí, pensativo. Oyó como una voz que le llamaba. Quedó dubitativo. ¿Era su imaginación, o de verdad alguien nombró su nombre? Se acordó del que ante había visto. No podía saber en verdad, ni asegurar que fuera una persona; pudiera haber sido cualquier alimaña extraviada, aunque fuera cosa extraña su presencia en aquel lugar. Pero una alimaña no habla, y él creyó oír su nombre claro, dicho por un ser humano. Sintió al pronto que alguien le tocaba, que una mano se posaba sobre su hombro, y queda una voz le susurraba: "Ven a mi reino y cobíjate en mi regazo, soy la eterna madre del sueño y te ofrezco descanso". Presa quedó del pánico, pues que a nadie veía que estuviera a su lado y le hablara. ¿Quién era, y de verdad qué pretendía? A duras penas contenía el pavor que sentía dentro el cuerpo. De buenas ganas, saldría de allí sin más corriendo. Hizo de tripas corazón, y quieto quedó, sin pestañear, sin mover tan siquiera pies ni dedos. Esperaba. Quería ver qué sucedía. Los minutos pasaban lentamente y nada acontecía, sólo silencio había, aliado con el viento que gemía. Lentamente giró la cabeza. Nadie había detrás de él. Ahora oía un rezo, era como una letanía. Después le pareció que era un "padrenuestro". Y voces femeninas rezaban "el avemaría". Personas aparecieron, iban todas vestidas de negro. Una Virgen portaban en un pequeño trono, que parecía fuera de oro. Y estaba la blanca cara de la Virgen iluminada, con un halo de luz radiante. Nunca había visto una procesión dentro del cementerio. Ni creía lo hubiera visto nadie, y menos todavía en la madrugada. Aquello era algo delirante, quizá extravagante. Sintió de nuevo la presencia de alguien a su lado, y una voz que le decía: "Haz una misa por el alma de tu esposa". "Yo no entiendo ni creo en esas cosas", pensó, ¿o lo dijo? Se recordó, que ya se hicieron misas por la difunta. ¿Porqué debía de hacer una nueva misa? "Los muertos viven en los recuerdos de los vivos", dijo la voz. Sería pues verdad que existe Dios, pensó. Quizá haya una nueva vida después de esta. Una vida inmaterial llena de felicidad; libre de pasiones, bella, exenta de guerras. No era descabellado así pensar, pues que la vida y las cosas sólo se transforma, nada se pierde de verdad. Amanecía y el sol empezó a brillar. Los trabajadores del campo santo, encontraron a aquel hombre que había venido a expirar, sin más cosa, sobre la blanca loza de la tumba de su esposa.

Subir
Elegir otro poema



Portada

© Rodrigo G. Racero