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© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

PSIQUIS Soplaba el viento en la noche fría y tenebrosa. Caía una lluvia pertinaz y abundante, que calaba la ropa hasta los huesos. La mortecina luz de las farolas, se quebraba en el agua que corría por la calle. Una mujer andaba por la acera; entró en un portal a resguardarse. La maldad la esperaba oculta en la oscuridad para ensañarse en su joven cuerpo. Un grito ahogado se oyó entre la lluvia, y se perdió llevado por el viento. De la casa salió una sombra presurosa, como una exhalación, recorriendo las estrechas calles. El Mal siempre cobarde huía para ocultarse, dejando atrás el llanto y el dolor. A la siguiente mañana hallaron el cadáver de la joven mujer, en un charco de sangre se encontraba, en el portal de aquella vieja casa. El autor de aquel crimen llegó, tras varios rodeos, al piso que habitaba solo. Profundamente se miró en un espejo; y vino a preguntarse porqué lo había hecho. Sintió un repentino horror al ver su rostro. No quiso reconocerse. Él no era así en el fondo. El demonio se había adentrado en su alma, y le había ordenado aquella terrible acción. Estaba convencido de ello. ¿Cómo poder luchar contra aquella inclinación, contra aquel impulso ciego? Lágrimas de dolor y de arrepentimiento, resbalaron de sus ojos por su demacrado rostro. Debería ser valiente para poder quitarse la vida en ese momento. De hecho se puso el cuchillo en el cuello; pero no fue capaz de cumplir su pensamiento. La mano le temblaba, sabía que era un cobarde, y no podría nunca llegar a matarse. Sacó una botella y bebió una tras otra varias copas de aguardiente. Se tumbó en el camastro y sabía, que así serían todos los días de su vida miserable para siempre. Ese tener que engañar, disimular constantemente con la familia, amigos y otros parientes, le tenía cansado, desesperado, atemorizado. Era un sin vivir, una lucha interna, titánica; que le costaba enormes esfuerzos. Sufrir el miedo día tras día, de ser alguna vez descubierto. Se emborrachaba a veces, gritaba y se reía junto con la pandilla de amigos. De mujeriego presumía, que mantenía sus conquistas en secreto. También tenía a veces una satánica alegría; cuando el deseo de matar se apoderaba de su mente, y se sentía poderoso y fuerte. ¿De dónde le venía aquel odio, aquella animadversión contra todas las mujeres? ¿Por qué no era una persona normal y corriente? ¿Qué culpa tenía él de ser como era? ¿Habría cura para aquel mal? ¿Debía confesar su secreto a alguien? Si tal vez lo hiciera, terminaría en la cárcel, pues nadie conocía, en quien pudiera confiar hasta tal extremo. ¿Y si fuera a la iglesia a confesarse? Seguro que el cura le diría que debería entregarse a la policía. Él necesitaba a alguien que le aceptara y comprendiera su problema. ¡Un amigo que fuera confidente y mudo! Pensar en eso era una quimera. ¿Cómo poder así seguir viviendo? ¿Cómo podría solventar aquel dilema? Tenía que tomar una decisión rotunda. ¿Debía de aceptarse como era, o era luchar su obligación, contra aquel Mal, contra aquella maldita fuerza? ¿Qué hacer, qué hacer, Dios mío qué hacer? Se recreó pensando, que podría ser un personaje famoso. Como fuera aquel Jack el destripador o tantos otros. Sí, no tenía más remedio que aceptar, era ese su destino, había nacido para eso, para efectuar acciones criminales, para matar. Sentía en el momento de asesinar un frío recorrer su cuerpo. No existía lástima, ni remordimiento. Era tan sólo como el que hacía un trabajo necesario, ordenado por alguien superior, por el maestro. Era después, más tarde, cuando advertía el horror del pasado momento, y la conciencia le hablaba y reprochaba su acción. Fue una de esas noches, cuando andaba buscando de nuevo una víctima para calmar la sed de su horror. Recorriendo las calles estrechas de la ciudad, del casco antiguo. Cuando surgió algo inesperado: le rodearon de repente cuatro jóvenes navaja en mano. Nunca se había hallado en tal situación. Seguro que querían robarle. -¿Qué queréis?- preguntó-. No llevo dinero alguno. Él, que era un asesino, ¿iba a tener miedo de ellos? Decidido sacó del bolsillo del pantalón, un gran cuchillo. Los otros se movían cautelosamente. Él los observaba, procurando tenerlos siempre de frente. La situación era tensa, nadie decía nada, tan sólo se miraban. Se había despertado en él la fiera, que tenía ante sí la presa y ansiaba morder, verter la sangre. En desventaja se hallaba, pero no tenía miedo. Hizo un amago de ataque, al que tenía más cerca. Se paró en seco, y arremetió contra otro que estaba algo más lejos. Le cogió por sorpresa, y el cuchillo le hundió en el pecho, dando un grito. Sus compañeros reaccionaron, y los tres a la vez le atacaron, y sus navajas le clavaron en el cuerpo. Un alarido dio de fiera herida, y desplomado se quedó allí en el asfalto, bañado en un charco de su propia sangre. Le quitaron la cartera, y le dieron patadas tremendas en la cabeza. Al día siguiente hallaron los dos cuerpos muertos. Uno de ellos era un delincuente que estaba fichado por la policía. El otro por lo visto una persona honrada, que fue atacada y quiso defenderse, aunque sin evitar poder su propia muerte.

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