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© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

PESADILLA Andaba por la oscura profundidad del sueño. Nada veía ante mí, tan sólo el pensamiento me decía que algo me conducía hacia el nunca, hacia la nada. Iba por un camino escabroso. Crucé una senda absurda, que se alzaba en el aire; en ella había muchos, mutilados cadáveres. Encontré un túnel, negra era su boca misteriosa que llevaba a la duda, a la vida y a la muerte. Me elevé de repente flotando en el espacio. Me contemplaba a mí mismo por dentro y por fuera. Podía ver las plantas heridas de mis pies, y el correr de mi sangre por las venas; veía palpitar mi corazón, el pulsar de mi cuerpo al respirar mis pulmones; el movimiento todo de mi organismo vivo. Mi vista penetraba hasta la misma célula y hasta el mismo átomo. Sentí un dolor extraño dentro el alma; sentí curiosidad, quise saber cómo era, pero mis ojos no advirtieron la herida, ni la forma vi de mi alma. La busqué por todas partes, me fue imposible encontrarla, ignoraba dónde estaba. Continuaba el dolor siempre, martirizándome, más y más achicándome. Al pronto me vi igual que una ínfima, pequeñísima criatura apenas perceptible, más insignificante que un granito de arena, perdido en la horrorosa inmensidad absoluta del espacio. El dolor se iba cada vez ahondando más en mí, y me perforaba la idea y el pensamiento; era un dolor indecible, un dolor del espíritu. Se extendió por la tierra la noche azul y negra. Las sombras se movían igual que seres vivos. Se oían unos gritos de terror a lo lejos, que empezó a inundar el rededor, todo el ámbito, todo el espacio de mi ser, perdido por ese laberinto de mi sueño. La noche estaba como dolorida, parecía tener el pálido color del miedo y la soledad. La tierra estaba abierta, surcada por el hierro; tenía una gran herida, una profunda herida roja, obscura... y por ella sangraba en abundancia. Había una pupila amarilla, redonda, daba la sensación de estar espiando, viendo todo lo que me ocurría. Veía mis pies desnudos andando por el camino. Al pronto me encontré en medio de un bosque espeso, compacto y negro. Una risa oía, la sentí golpeándome en los oídos, dentro del cerebro; sentí que lo invadía todo, y a veces se acercaba o alejaba; parecía que estaba por los árboles saltando de rama en rama. Era tan sólo una risa, una risa vacía de todo sentimiento, que ni lloraba ni reía, sola la risa desprovista de atributo, de significado alguno. Empecé a detestarla y me tapé los oídos presionándolo con rabia; pero allí estaba, persistía; blanca, sin expresar algo, nada... y precisamente era por eso que la odiaba. Entonces me di cuenta que la risa estaba en mí, que me llenaba todo, que inundaba mi ser sin más motivo, insólita, sorprendente. Llamé de nuevo a mi alma y no me respondió. No sabía por qué tenía aquella extraña sensación de que mi alma estaba rota, y de que yo estaba hueco. No sé cómo lo supe, pero justo en ese instante tuve la plena certeza, de que mi alma se moría despacio, lentamente... y dejó de importarme aquella risa, que ahora era más suave y se alejaba. La soledad era inmensa, la soledad me dolía. Sentía un peso sobre mis espaldas que me agachaba los hombros. Apareció una idea al pronto por mi mente y pensé que mis miembros se iban agarrotando, se iban petrificando con la fría dureza del mármol. La soledad había dejado de dolerme; se había apoderado, se había adueñado por completo de todo mi cuerpo y toda mi alma. Entonces comprendí que estaba en mí: ¡yo era la soledad! Me sentía cansado, como si estuviera vacío de vigor, y que toda fuerza me faltara, igual que un trasto viejo que para nada sirve. Me contemplé a mí mismo, me quedé estupefacto, atónito, pasmado al ver mis propios ojos que estaban fijos, sin ningún movimiento, sin ni siquiera pestañear lo más mínimo. Volaron unos cuervos negros y se posaron en mi cabeza, en mis manos y brazos. Empezaron al pronto a picotear mi pecho, querían desgarrar con saña y con furor mi pobre y débil cuerpo; pero yo no sentía por su crueldad dolor, yo no sentía nada. No se quedaba lacerado mi cuerpo, ni tampoco sangraba, ni sus picos hacían mella en mí; estaba duro igual que la piedra, como el granito. Quise seguir mi camino; no sabía hacia dónde éste me llevaba. Me sentía y veía manchado por los pecados de la vida, del mundo. No pude mover mis pies, no obedecían mis manos. Entonces comprendí, sin tener ningún miedo, simple y sencillamente: que me había quedado como encantado por un extraño embrujo o metabolismo, en una especie de estatua. Sin embargo podía ver y oír, mi mente discernía, y comprendía ahora el horror de mi tragedia. Una maravillosa música imponderable se oía derramada como oro líquido por todo el ámbito; una cadencia armónica que embelesaba y seducía el ánimo, que ceñía, que ataba y estremecía todas las fibras de mi espíritu libre. La música era igual que el mismo viento, era a veces también como la lluvia. La veía correr saltando, resbalando en los extraños violines de la ramas de los árboles; estremeciendo, ahogando los más hondos suspiros verdes entre la fronda, donde estaban las más hermosas aves de colores. Era la bella música natural de siempre, eterna música de Dios. La lluvia torrencial caía a cántaros. Seca la tierra y sedienta con amor la recibía, por sus llagas y grietas la absorbía y se hinchaba su vientre, y se hacía fecunda. Al fin era la tierra igual que una enorme ubre rebosante, creando, germinando la vida. La lluvia hacía destrozos: desbordando los ríos, inundando las casas, ahogando al ganado y cosechas perdidas. Era la muerte que procrea la vida, era ese círculo de Dios que se abre y se cierra, era el eterno siempre, el morir para nacer; el constante renovarse en el misterio, sin un nunca ni nunca fin. Intenté moverme, poco a poco lo pude conseguir. Andaba ahora por mi sueño, a tientas, muy despacio. Vi de repente las brillantes aguas azules de un hermoso lago entre las montañas, donde numerosos cisnes verdes y negros, rosas y blancos, se deslizaban plácidamente con serena majestad. Todo me parecía real e irreal al mismo tiempo. Era como vivir dentro de un cuento, o de una inverosímil narración, quizás como ver una pintura en movimiento. Se oía una voz lejana, se iba acercando, aumentando poco a poco de volumen, pero no era capaz de comprender, no acertaba a saber lo que decía. Tenía la impresión de que flotaba en la suave noche plácida, en el negro azul del cielo. Los verdes rayos de la luna, la luz amarillenta y la luz blanquecina de las estrellas, me daban una sensación de pureza. Sentía la voz aquella, me retumbaba en la cabeza y dolía, lastimaba mis oídos. Pasó algún tiempo y al pronto sentí pena, una pena infinita, pero no era mi pena, era el dolor y la tristeza de alguien, de otro ser para mí desconocido; era una metafísica melancolía, que a nadie quizás pertenecía, que existía por sí sola en el espacio. Vi en el espejo de mis ojos algo raro, asombroso y extraño, parecía un rostro que tenía, que llevaba en su gesto impreso, en la expresión de sus ojos, la angustia de la muerte en su fisonomía. Nubes grises se extendían, y con la débil luz se entristecía el nuevo amanecer. Un incierto destino esperaba en la vida, amarraba la esperanza, y la duda anegaba la alegría, siendo así durante todo el día. Todo se oscureció y las estrellas, no lucían en el cielo. todo cambió de un modo brusco ante mi mirada, todo fue diferente en un instante: un fuerte viento despejó el cielo, las negras nubes se apartaron de momento, y límpido y claro quedó el azul del cielo. Un sol dorado apareció en el firmamento iluminando con sus rayos el oscuro bosque, fin poniendo a la negra y misteriosa noche. Hacía un día hermoso. Una brisa soplaba suave y ligera entre la verde exuberancia de las plantas. Se cubrían los árboles de flores. Volaban mariposas. Sentía un algo alegre llenarme el corazón, inundar mis sentimientos. Una desconocida jovialidad me invadía. Respiraba hondo la frescura de la brisa y me sentía ágil y feliz. Fue un instante fugaz y efímero, pues se esfumó todo en un momento, casi sin advertirlo me encontré en un paisaje desolado. Me parecía estar en pleno invierno: los árboles estaban desnudos y blanca la campiña. A nadie veía, ni animales, ni tampoco personas había por parte alguna. Casas deshabitadas, aperos de labranza abandonados, enmohecidos. La tarde estaba quieta, apacible. Me sentía caer, hundirme en lo profundo del poder del sueño. Oí unos quejidos por el monte, era ahora unos gritos lastimeros, como de seres torturados por los hombres, o como hombre sufriendo el dolor del hombre en guerra sin cuartel, encarnizada. Los hombres provocaron de Dios la ira con su comportamiento diabólico. Alrededor de las ciudades construyeron grandes muros, altos muros. Querían evitar que entrara el miedo, el miedo que traían en sus ojos los otros hombres, los extraños hombres, los hombres que tenían sed de justicia y hambre. El odio todo lo invadía y dominaba. La miseria empujaba, apretaba queriendo abrir las puertas; quería entrar en las fantásticas ciudades bellas. Se defendía el hombre del mismo hombre, como así ha sido siempre en la tierra de Dios. Se apostaron severos guardianes armados que iban acompañados de fieros canes. Seducidos aquellos hombres de fuera insistían, muchos morían ante la entrada de aquellas ciudades ricas, mágicas, para ellos prohibidas. Lágrimas de ira, lágrimas de impotencia lloraban los extraños hombres que venían de lejos; mas no se conformaban, ni se resignaban. Hombres azules, negros, morenos y amarillos en oleadas avanzaban, como plaga amenazante para los hombres rubios de tez pálida. Llegaban por el mar y por el aire, y muchos se dejaban la vida en el intento. El hombre blanco estaba asustado, porque había cometido muchos pecados, y por ello le puso Dios muchos problemas: mares contaminados, enfermedades nuevas, tierra, cielo, alimentos, flora y fauna en su pureza todo degradado. El hombre débil en la droga buscaba refugio, en ella el criminal buscaba su provecho. Una amenaza destructiva se cernía sobre el hombre. Las razas se enfrentaban en satánicas guerras, y todo era un caos. Intereses económicos, ideológicos... Cada uno alzando al dios de su religión que ponían como ejemplo, mas cometiendo a la vez incomprensibles pecados. Intenté alzarme, despertar del sueño y arrancarme el frío dolor del alma; pero una enorme pesadez me hundía, me retenía allí mirando absorto. Veía un corro de personas en un lugar apartado, eran los seres buenos, pues guardaban con celo y defendían la bondad y el amor. No podían dejar que se mancharan, Inmaculado y limpio lo debían de preservar. Eran muy pocos, sólo unos cuantos; pero debían de enfrentarse con valentía al Mal. En todas partes se encontraba el peligro, era como una bomba oculta en la maleza, que podía estallar en cualquier momento. La maléfica astucia del poder engullía insaciable la fuerza de los pobres esclavos, pisoteaba la honradez y la honestidad del hombre bueno, justo y prudente. En lo más hondo de mi negro dueño me encontraba extenuado, abandonado dentro de un mundo absurdo e irracional. Un canto triste se oyó, de una voz melancólica. Se oía otra voz entonar un canto alegre. Unos lloraban, otros reían. Había algunos que gritaban y bebían; también los que se drogaban, aquellos que robaban y mataban; muchos que fornicaban y violaban, y al final todos se morían irremisiblemente. Vi brillar una luz en la lejanía. Me encontré de repente junto a ella: Era una enorme bola transparente, parecía que fuera de cristal. Dentro de ella, los hombres justos y buenos depositaron el amor y la bondad. Observé que era aquel un recipiente frágil. El hombre lo transportaba, con sus débiles manos lo llevaba por el camino de la vida siempre. Mas el peligro era constante, estaba latente, y podía dejarlo caer en cualquier instante, en el momento más imprevisible. Tan sólo la esperanza del hombre había evitado que el ángel negro de Satán rompiera la esfera, que tenía el poder de la creencia, desde el día primero de la creación. La lucha aún no había terminado, nunca terminaría, persistiría por los siglos de los tiempos de Dios. El ángel con la espada de fuego, estaba al frente de los fieles adictos al ejército de Dios. Con su valor velaba por la pureza del cielo, y contenía el avance del Mal entre los hombres. Un flamero alumbraba la noche triste. Permanecía alerta el pecado; nunca dormía, tenía la forma humana, el sentimiento irracional de lo demente. Con mucho esfuerzo pude incorporarme. Tambaleándome iba andando por mi sueño, igual que una persona embriagada que no sabía dónde debía ir. Seguía estando dentro de un laberinto. Había muchas puertas, pero ninguna me conducía a la salida, a la conciencia cierta, plena de mi yo. Imágenes extrañas pasaban ante mi vista desconocidas por completo para mí. ciudades misteriosas de altísimas torres, que dejaban ridícula a la torre de Babel. Era como si estuviese sentado en la butaca de un cine, viendo una película. Quise huir, ocultarme. Pensaba que también yo era culpable de algo que no llegaba a comprender; pero que dentro el corazón sentía, como si alguien me mirara y reprochara mis actos. Me rebelé, no había cometido ningún pecado. Anhelaba el amor de la mujer. Tenía hambre y sed de cariño. Yo era tan sólo un ser humano imperfecto, como todo humano es. Yo deseaba el Bien. Mi esperanza era alcanzar la bondad; mas preguntar es lo único que sé, y ante toda respuesta sólo sé dudar. No había entendimiento entre los hombres. Se odiaban y mataban defendiendo ideas nuevas que eran antiguas. Se habían olvidado de la muerte y por eso se mataban, porque se habían olvidado también de Dios. Al pronto vi una luz maravillosa iluminar un ángulo del cielo. Se abrió en mi espíritu una nueva esperanza y en mi conciencia penetró la bondad de Dios, que alejó la pregunta, la duda de mi alma, y se me puso alegre el corazón. La cuenta de mis días llegaba a su fin. Esperando la paz estaba tranquilo. Mi alma que había andado errante por el tiempo, extenuada yacía al fin del camino azul, por la senda que lleva al Creador, que a Su infinito Bien conduce por el continuo espacio eterno. Sentía un bienestar, una relajada alegría. Contento me alejaba de ti, tierra, infierno; Satán de siempre por la vida de los hombres. Aquí estoy, donde nunca llegaran esos corceles negros de tu odio, de tu ira, ni me pueda manchar la maldad de tus pecados. Sí, aquí he quedado, parte formaré de Tu todo en el momento justo que tu voluntad decida. Mi cuerpo quedará inerte bajo la piedra; muerto se irá licuando dulcemente con la tierra.

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