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© Rodrigo G. Racero



Poema

Rodrigo G. Racero

LA APARICIÓN Era un día apacible de otoño. Un hombre paseaba por la calle. Tras varias vueltas, decidió ir al parque. El camino entre los parterres estaba lleno, de hojas amarillas caídas de los árboles. Aquel hombre vivía sólo con sus recuerdos. Su pensamiento estaba siempre ocupado evocando la vida con su amada. Estaba sin estar en el presente, pues era preso por completo del pasado. La tristeza le invadía todos los días, desde que su mujer murió. Se sentó en un banco, hundido en sus pensamientos. Ya era mayor, los años le pesaban y en su cabeza le rondaba la idea de la muerte. Solo estaba en el mundo. Una hija tenía, hacia mucho que no la veía; vivía en un país lejano. Ni conocía a sus nietos, ni le escribían. ¿Cómo serían? Se levantó al pronto una brisa fresca. Se alzó el cuello de su vieja chaqueta, y allí continuó acurrucado. Con la ilusión perdida pensó en quitarse la vida. ¿Qué habría después? Nunca creyó en Dios, ni en el diablo. Era tan sólo el destino quien jugaba con el hombre en este mundo maldito. Las nubes en el cielo se oscurecieron amenazando lluvia. Ya pensaba en marcharse cuando vio una figura, igual que una sombra, aparecer ante él. miró fijo y vio el semblante de ella. ¿Cómo podía ser? ¡Parecía la pálida faz de su mujer! ¡Pero sí, era ella! Se levantó más que impresionado. No sabía qué hacer, ni qué decir. Permaneció un momento allí, callado. Cuando se hizo de valor para abrir la boca, se esfumó de su vista aquella sombra. Se tornó a sentar anonadado. ¿Qué era aquello? ¿Qué había pasado? ¡Dios mío, era tal cosa posible! Seguro que se había un instante dormido, y había soñado. Allí permaneció un buen rato. Más que incrédulo estaba desconcertado. Tras pasado algún tiempo, y ya repuesto un tanto, tomó camino de su casa. No podía apartar de su cabeza, lo que le acababa de pasar. ¿Podrían de verdad aparecer los muertos? ¿Se podría con ellos hablar? Quizá fuera posible, tal vez cierto lo que algunos decían. Se despertó temprano al otro día, en deseos ardía de ir al parque. Impresa en la memoria tenía la imagen, de aquella aparición en la oscura tarde. Sabía exactamente cual fue el sitio en el que había estado sentado. Se encontró algo azorado cuando llegó a aquel lugar y se sentó. Dispuesto a esperar una nueva aparición. Lento pasaba el tiempo y nada ocurría. Quizá todo fue ilusión, una mala pasada de su imaginación; puro engaño, delirio y fantasía. En vano fue la larga espera, perseguir parecía una quimera. No podía dejar de acudir al parque; iba todos los días, se había convertido en una manía. Estaba obsesionado con vivir otra vez aquella extraña experiencia. Sentir cerca su presencia. Quería ver a su mujer y hablar con ella. Ahora era ya invierno y hacía frío, pero él asistía de continuo, como una religión, como un rito, a aquel lugar. ¿Por qué no había vuelto a pasar? ¿Qué podría hacer para verla aparecer? Tal vez ella le quiso decir algo. él lo tenía que saber, y debía intentar de nuevo contactar por todos los medios. Así pues insistía, hacía ya mucho tiempo. Un día crudo de invierno estaba aquel hombre, como todos los días anteriores, sentado, esperando en aquel banco del parque, llegar a ver a su mujer que estaba muerta. El frío era intenso, había nevado el día anterior copiosamente y todo estaba helado. Horas llevaba aquel hombre allí encogido. Allí pasó la noche, en aquel banco, acurrucado. Parecía se hubiese quedado dormido. Unos transeúntes lo encontraron al otro día. El hombre estaba muerto. Y lo que de verdad jamás sabremos, es si en su profundo sueño, antes de morir, habló con su mujer y le reveló los secretos, que existir debe en el más allá.

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