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© Rodrigo G. Racero




EL CUENTO SOÑADO


CANTO 8

I Noche oscura y cerrada, sin estrellas en el cielo ni luna que alumbrara la tierra dolorida por la guerra. La vuelta de Deferle ya esperaba impaciente, por ver lo qué ocurría, si muerto era Tamare o preso estaba. Noté en la oscuridad algo moverse, muy despacio acercarse a la muralla la negra sombra, por la noche negra. Presuroso bajé de la atalaya a recibir según creí, a Deferle. Mandé abrir el portón a los de guardia, mas el hombre que entró no era Deferle. «¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes? ¡Habla!». «No debo a nadie explicación, pues cumplo la orden de quien es superior y manda». «Eres un cerdo», dije, y lo fue al pronto. Asombrado quedé sin más palabras que pronunciar, igual que los soldados. Pensé que había vuelto <Todonada>. II Lo llamé, pero no tomé contacto con él, ni apareció en forma alguna, de modo que mis ojos no lo vieron. A pesar de ello, me ofrecía ayuda. Mandé que los soldados amarraran al cerdo, que saltaba con tal furia, que se escapó gruñendo hacia el palacio. «¡Corred tras él, y sin lugar a duda os convertiré en perros, si se os pierde!». A salir vino a hora inoportuna el general Yasur en ese instante: «¿Qué sucede? ¿Qué ruido es este y bulla?», chillaba con la faz endurecida. «Es un cerdo que viene en busca tuya, dije, y de Esiri trae la respuesta». «No está la cosa para broma o burla», dijo Yasur con contenida rabia. Uno llegó y bajó de su montura. Volví la cara y vi que era Deferle, que ya tornaba al fin de su aventura.






III Los soldados cogieron al marrano. Acudieron después Adur y Orada. Deferle comenzó con su relato: «Llegué donde decías que allí estaban los rebeldes al frente de Tamare, mas de su gente nadie ya quedaba, y él, prisionero ha sido del rey Esiri». «Que tu cuerpo se torne en forma humana, dije al cerdo, y así ocurrió al instante. ¿Quién es el que te ordena? ¡Vamos habla!». «Yasur el general», dijo asustado el hombre en tanto el cuerpo se tocaba, quería verse que era el mismo de antes. «Exactamente como sospechaba». «¡Detened al traidor!», dijo el rey Adur, pero Yasur sacó pronto la espada y atravesó al primero que a él vino. Con rapidez se fue hacia la atalaya. Se apoderó, subiendo, de una antorcha y hacer señas a Esiri ya intentaba. IV Con gran coraje y fuerza arrojé el sable que por mano invisible parecía seguía tras el cuerpo de Yasur. A levantar la antorcha pretendía cuando le seccionó el sable el brazo. «Que su vil traición pague con la vida», dije, y el sable el cuello le cortó. Así acabó del general sus días. «Esiri está dispuesto atacar. Preparad la defensa a toda prisa». «¡Atención, el ejército enemigo ya avanza!», advirtió a gritos el vigía. «¡Distribuiros por toda la muralla! ¡Procurad afianzar la puntería!». Grandes bloques de piedras nos tiraban y numerosas flechas encendidas. Con decisión se respondió al ataque. Poco en la oscura noche se veía para con precisión poder tirar. Por la nada las flechas se perdían.






V Al genio de la tierra imploré: «¡Cori, te lo suplico, ayúdame en esta hora!», mas no se presentaba ni me oía. «¡Sauri, qué el adversario nos acosa, el rey Adur dijo en tono de ruego e ira, y no podemos nada hacer en contra! ¡Que entran en la ciudad, que nos invaden! ¡Por aquí está ya la enemiga tropa!». De cierto habían escalado el muro. A cuerpo se luchaba. Rabia loca sentí en mi pecho ahora y arrojé con fuerza el sable lejos. Se me troca la suerte. Cavilaba intensamente. Vi al sable relucir, su brillante hoja en el aire, matando al enemigo. Llevado era por mano misteriosa de poder increíble. «¡<Todonada>!, exclamé alegre, has vuelto a mí ahora porque sabes que tienes que ayudar o eran perdidas nuestras vidas todas». VI Mas por más vidas que tronchaba el sable, eran interminables los soldados, como una pesadilla, siempre y siempre venían nuevos unos y otros, tantos, que a matarlos no daba el sable tiempo. «¡Cori, tú de los genios el más sabio, rápido tu consejo necesito o morimos a manos del tirano!». Ante mí apareció una nube azul. «Tú, por segunda vez me has molestado», dijo el genio irritado y soñoliento. «Me has de ayudar, pues por ti fui salvado». «Te mandaré un ejército de sombras, pero sólo en la noche están luchando, desaparecen al salir el sol», dijo, y dando un bostezo se fue al acto. Se alzaron de la misma tierra sombras y sombras de guerreros peleando, que heridos no podían ser ni muertos, y huyeron los de Esiri con espanto.






VII Disipó el sol las sombras de la noche y mostró a nuestros ojos los cadáveres que cubrían la tierra ensangrentada. «Rechazado hemos el primer ataque, mas creo que el segundo no podremos, parece un enemigo interminable», argumentó el rey Adur desconsolado. «No lo creas tanto, de ellos son bastantes los que han caído muertos, y los huidos visto han la maravilla de mi sable y a Esiri lo habrán comunicado». No atacaron ni nada pasó grave ni bueno, que narrar aquí se deba, durante todo el día hasta la tarde que unos llegaron con bandera blanca. Tagor era, traía del rey un parte: La vida nos sería perdonada si nos rendíamos en ese instante. «¡Nunca jamás!, el rey Adur contestó. ¡Muerto prefiero ser, mil veces antes!». VIII Nadie había advertido al genio Cori cuando se presentó en la oscura noche, y mandó a los guerreros de sombra hechos para matar al adversario a golpes. Pensaban los de Adur, su valentía hizo huir al enemigo. Eran conformes con su rey de luchar hasta la muerte. Mas si Esiri lo piensa y les da la orden de atacar sólo con la luz del día, no quedaría de nosotros hombre que pudiera contar aquella guerra. ¿Cómo actuar? ¿Qué poder hacer entonces? Llamar de nuevo al genio, que en los cuentos a veces, hasta tres veces responden. A una estancia me fui para estar solo. Intenté en mis ideas poner orden sin poder conseguirlo plenamente. Intensamente al fin pensé en su nombre y dije: «¡Eres un vago, siempre duermes y te he de despertar a grandes voces!».






IX La estancia se llenó de niebla roja, y aquello me extrañó sobremanera, que siempre antes fue azul. Sonó su voz fuerte y colérica diciendo: «¡Espera, cretino sinvergüenza, he de enseñarte a que me trates de mejor manera!», y fue uniendo la acción a la palabra y sopló con tal furia de su niebla un viento, que por lo alto me alzó al techo. «Te ruego que perdones mi imprudencia. ¡Por favor para, para de una vez!». «Está bien, está bien, como tú quieras». Paró y caí de bruces contra el suelo. «¡Qué me vas a matar, ser sin conciencia!», dije, y quedé tendido y dolorido. Y fue una carcajada su respuesta. «Pedirte quiero, ¡Oh poderoso genio!, te pongas de mi parte en esta guerra». «Te ayudé, pues lo estoy. ¿Qué quieres más?». «Que de días hagas uso de tu fuerza». X «Te ayudaré otra vez, pero no más, pues no debo tener contacto humano». «Prometo que jamás te llamaré», dije con seriedad, algo turbado. «Bien, hasta nunca, suerte te deseo», dijo, y se evaporó la niebla al acto. Fuera el sol comenzaba a ocultarse y de rojo color y anaranjado el cielo se teñía entre los montes. Contento estaba, que era demasiado haber podido conseguir su ayuda por vez tercera. Pregunté al soldado que encontré en mi camino, por Orada. «En un salón, me dijo, del palacio está, donde se cuida a los heridos». La encontré al fin después de un largo rato. Abarrotado estaba y mil quejidos se oían en aquel recinto extraño. La vi bastante demacrada, pálida la faz y muy cansada del trabajo.






XI Vino corriendo al verme y me abrazó. «Tienes que descansar, le dije, vente». Se opuso, sin hacer gran resistencia. Era aquella una vista deprimente: Sangre por todas partes se advertía. Los gritos de dolor de aquella gente un nudo en la garganta me ponía. Quien el brazo, la pierna, quien el vientre, la cabeza, tenía abierta o rota. «Es el ejército de Esiri fuerte y no se le podrá vencer, ¿verdad?», preguntó Orada con voz suave y tenue, como queriendo disfrazar el miedo. «Dicen que interminables son sus huestes, pero tal vez algún dios nos ayude y a la postre quizá, poder vencerles. Seguro que no atacan esta noche». «Verdadero terror tengo a la muerte, pero de acuerdo estoy de no entregarnos, por ser libre, luchar ahora y siempre». XII No podía dormir; me levanté temprano y me fui. Orada sí dormía. Clareaba, mas era un día gris y feo. Por el cielo se veían acumularse enormes nubes negras. En bandadas los buitres descendían hambrientos, devorando los cadáveres. Como una obsesionante pesadilla el tiempo parecía detenerse. No atacaban, ni nada se movía, pero estaban allí esperando siempre, la hora espiando de nuestra agonía. Veinte días llevábamos cercados en aquella infernal ciudad maldita. Pronto se acabarían ya los víveres y el pueblo hambriento y sin moral sería fácil presa a los planes del rey Esiri. No sabía qué hacer, era la víctima de los sucesos. Todos me culpaban de los males que había y sus desdichas.






XIII Muchos de los soldados del rey Esiri tenían sus familias en Karama. Hacía algunos días que mandé al bueno de Deferle a que indagara el ánimo en las tropas enemigas. Al fin tornó diciendo que allí estaban bastante descontentos los soldados. También las provisiones les faltaban. Temían por su gente en la ciudad y obedecían de muy malas ganas. Con el mismo Satán se alió el rey Esiri y ejecutar mandó a los que se alzaban, que del averno recibía ayuda para ganar la próxima batalla. Nadie sabía con certeza cuando, mas la hora del ataque cerca estaba y prevenido había que estar siempre durante el día, noche y madrugada, para no ser cogido por sorpresa y descubrirlos antes que llegaran. XIV Era un día de sol esplendoroso cuando Esiri atacar se decidió. Por la llanura avanzaban despacio, motivado quizá por la calor. Todos dispuestos a luchar estábamos, pero mirábamos con gran horror, que delante venían cien dragones y brillaban de raro modo al sol. Tentado estuve de llamar a Cori mas, me acordé del pacto entre los dos. No quería dudar de su promesa, vendría cuando fuera la ocasión. Entre tanto ya, cerca se encontraban. Frente al ataque hicimos con ardor: Lanzas y flechas, piedras arrojamos que a tocar fueron al primer dragón, mas las flechas y lanzas rebotaban en su cuerpo y con rabia contestó, llamas lanzando de tremendo fuego, parte de la muralla derribó.






XV Igual que en la tormenta, los dragones tronaban cuando vomitaban fuego. Diez troneras abrieron en el muro, penetraron por ellas los guerreros. Se oía el relinchar de los caballos, gritos de hombres heridos por el suelo. Mi sable a muchos de ellos los mataba, y luchábamos todos cuerpo a cuerpo. La ciudad los dragones rodeaban. Cori seguro estaba aún durmiendo, con desesperación pensaba, cuando al pronto de la tierra un vapor negro salió, en el mismo centro, en la llanura, donde se hallaba el grueso del ejército. Veneno era el vapor, los asfixiaba, trataban de huir mas, se caían muertos. Lograron los que estaban retirados en un lugar ponerse de momento a salvo, pero un viento sopló al acto y llevaba el vapor de nuevo a ellos. XVI Los envolvía aquel vapor o niebla que les atenazaba la garganta, y dando trompicones como beodos, convulsiones de tos los ahogaban. El genio los había derrotados y de la tiranía nos libraba. El sol salió e iluminó la tierra, tan llena de cadáveres se hallaba, que de dolor cohibido, quedé helado. Habíamos ganado la batalla. Más que alegre la gente estaba triste, pues grande luto había allí en Karama, llanto por seres muertos y queridos. El sin sentido de la guerra espanta. Estáticos quedaron los dragones, que eran muertos los magos que los guiaban. El cadáver de Esiri no encontramos. Dijo uno, que éste huyó hacia la montaña. «¿Cómo puedes saberlo?», pregunté. «La huida la tiene siempre preparada».






XVII Nos dijo aquel, que era hombre de Karama, y que enterado estaba del secreto. Nos lo decía para prevenirnos. «¿De qué secreto hablas? Saberlo quiero». «De los guerreros de la tribu chabra. Se procrean muy pronto, adultos hechos, cuando lo consideran necesario, de uno en un día, salen cuatro de ellos, y si algunos lograron escapar, en poco tiempo el rey, tiene otro ejército». Cayó como una maza sus palabras. En hondos pensamientos quedé inmerso: ¿Qué se podía hacer ante tal cosa? ¿Tenía Esiri más poder que el genio? Había prometido no llamarlo. Nuestro futuro era oscuro, harto incierto. En extremo abatido estaba Adur. A Sagara pensé pedir consejo. Me retiré a mi estancia del palacio. ¿Cómo actuar? ¿Qué sería lo más cuerdo? XVIII De nuevo nos reunimos con Adur. «Huyamos antes que atacarnos vengan. Quedarse aquí sería suicidarse, dijo el general Kali, pues la guerra nunca jamás podríamos ganarla». «Perdida estaba de cualquier manera y hemos no obstante resistido hasta ahora», dijo Orada con voz algo violenta. «Razón tiene», asintieron muchos otros. «Sauri tendrá seguro una secreta forma para vencerlos otra vez», dijo, en sus ojos la esperanza impresa, el rey Adur. Y hacia mí miraron todos. «Os digo que las cosas no son buenas, no os puedo prometer esta vez nada. Si en verdad tan deprisa se procrean, no hay forma de ganarles la batalla». Movió triunfante Kali la cabeza y dijo: «Tú de todo eres culpable, pues por tí es que opusimos resistencia».






XIX «¿Cómo te atreves a decir tal cosa?», rabiosa preguntó Orada, era la única a mi favor, y los demás callaron. «Ya en Sicón ofrecí sin más mi ayuda. Nunca creí que fuerais tan cobardes». «No para rehusar contra tí la lucha», dijo Kali y sacó presto la espada. No me amilané, mas pensé era absurda una pelea entre los dos, a muerte. Me parecía no tener ya duda de lo que el general Kali tramaba. Si vencía tendría la ayuda de los soldados puestos de su parte, podría así entregarse sin ninguna condición al servicio del rey Esiri. «No vencerás aunque te esfuerces. ¡Nunca!», le dije al tiempo que ya nos batíamos. «¡Calla!, dijo él. ¡Maldita sea tu cuna!». Algo intentó decir el rey Adur, pero quedó sin pronunciar palabra alguna. XX Con gran coraje se batía Kali. Me defendía de momento sólo para darle confianza en su poder. Caí retrocediendo al suelo y todos gritaron, porque vieron que ya Kali me clavaba su acero, por muy poco, que en el último instante me giré, me alcé y tomé la iniciativa al pronto. No lo esperaba y empezó a ceder. Noté que era mi sable ahora solo el que con precisión y enorme fuerza atacar comenzó con furor loco. Rabioso el general se resistía, pero miedo tenía y gran asombro. Lo desarmé con uno de mis golpes. Brillaba una tremenda ira en sus ojos. Le dije que la espada recogiera. Fue y se inclinó hacerlo, de tal modo, que sacando un puñal de la cintura, clavármelo intentó en el pecho al pronto.

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