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© Rodrigo G. Racero




EL CUENTO SOÑADO


CANTO 5

I «¿Los sifes quienes son?», le pregunté. «Los sabios sacerdotes elegidos de filosofía, arte, lucha y ciencia. Se dicen así mismos de Dios hijos. En número de cien son y una virgen, que es la figura principal del rito arcano de la secta religiosa». «Deferle, dije, ¿es cierto hay escondidos unos cuervos que atacan a la gente, si advierten contra el templo algún peligro?». «Creo lo dice una leyenda antigua, pero otros consideran que es un mito». «¿No se puede en el templo entrar a orar?». «Si, pero tienen los fieles prohibido penetrar en la gran nave del centro. Sólo en la lateral se ora al Divino. Allí hace el sacrificio, ofrenda el pueblo». «¡Vamos a verlo! ¡A eso hemos venido!», propuso Orada. El perro ladró al pronto, que seguía detrás nuestro camino. II Después de andar un buen rato llegamos a una amplísima y bella plaza, donde se levantaba majestuoso el templo. Con hermosos mosaicos de colores estaba el pavimento allí adornado. Las cúpulas doradas de las torres en el azul del cielo perfilábanse. Grandiosa, impresionante era la mole del templo, de sublime arquitectura. Destellos arrancaba el sol de cobre de aquellas filigranas y arabescos; figuras de animales y de hombres conque estaba tallada la fachada. Se veía una puerta al medio enorme, cerrada estaba y parecía de hierro. Un grupo apareció de sacerdotes; cruzó la plaza lento, y silencioso penetró con el mismo paso acorde, por una puerta lateral del templo, y graznó un cuervo en lo alto de la torre.






III «Extraño es, que en clausura permanente están, tan sólo los sirvientes salen», murmuraba Deferle pensativo. «¿Y eso qué tiene, dije, de importante?». «Un motivo especial los ha sacado. Cerca está, creo, la hora del combate». Orada dijo: «Entremos a rezar». Pasamos a lo que era una gran nave, de puro mármol blanco todo el suelo. Los dioses en magníficos altares. Negras columnas en hilera estaban, en arcos terminando de ambas partes, bellamente enlazados y compuestos. Al fondo se veía el altar grande, que al Dios representaba del amor. «¿En dónde dices que se encuentra el sable?», le pregunté a Deferle quedamente. «En secreto lugar que nadie sabe». Rezaba Orada su oración de hinojo, cuando al perro vi hacerse hombre al instante. IV Observaba el recinto atentamente, pero ninguna pista se advertía donde pudiera el sable estar oculto. Dos mujeres, noté, me sonreían, y hasta mí se acercaron lentamente; de blanco una, de negro otra venía. Reconocí en ellas a Vera y Mara. La misma bella faz las dos tenían. «Sigue sin miedo tu camino Sauri», me dijo Vera, y Mara con maligna intención me advirtió: «¡Anda con cuidado, que rondando la muerte va tu vida!», y desaparecieron al instante. Todo fue en un momento y tan deprisa, que nadie su presencia allí notó. Por más que vueltas daba no sabía cómo me adueñaría del tal sable. Un poco impresionado todavía por el habido encuentro me hallaba, de esas, que a todas partes me seguían.






V Ya en la calle, al salir del templo, dije a aquel que su figura transformaba: «Quédate con nosotros, que tu ayuda nos hace de verdad, bastante falta». «Decidme pues en qué puedo ayudaros». «Todo vendrá a su tiempo, ahora calla». dije al notar del viejo su atención, que receloso, creo, sospechaba, quizás por mis preguntas sobre el sable. Deferle dijo: «Vamos a mi casa, que mi mujer pondrá buena comida». Delante andaba con Deferle Orada, ésta se interesaba por saber dónde poder comprar seda y alhajas. «Declárame tu nombre verdadero, que conocerte debo entre las tantas formas que tu alma toma como cuerpo». «Nombre no tengo, todo soy y soy nada». «<Todonada> será pues ya tu nombre, como señal entre nosotros valga». VI A reposar nos retiramos juntos Orada y yo, después de la comida. A ver a unos amigos fue Deferle, pero de <Todonada> no sabía qué es lo que haría, o dónde se encontraba, mas si tuviera que ayudar vendría. Pensando en ésto me quedé dormido. Me desperté de golpe y no veía nada en mi alrededor, ni hallé a Orada. Extraña sensación indefinida sentía recorrer mi cuerpo entero, como si amenazara algo mi vida. Una puerta se abrió y brilló una luz, tras la luz varias sombras se advertían. Se alzó una voz diciendo: «¡Levantate! ¡Vamos pronto maldito, sal de prisa!». Con insultos y golpes me sacaron de aquella estancia obscura, triste y fría. «¿Dónde estoy? ¿Dónde están Deferle, Orada?», pregunté, y contestaron: «¡Calla espía!».






VII Por un pasillo estrecho me llevaron. Iban enmascarados todos ellos. Encorvados teníamos que andar con la cabeza hundida en el pecho. Después salimos a una bóveda amplia. Un canal maloliente por el centro pasaba, de aguas negras y tranquilas, y sobre ellas flotaban excrementos. Húmedo estaba el arqueado muro. Y a intervalos luces en el techo alumbraban de un modo tenue y triste aquel lugar extraño del infierno. Por la orilla despacio y silenciosos andábamos, temiendo caer al suelo, porque ratas enormes se movían de un lado a otro, en número de cientos. Preocupado estaba por Orada y <Todonada>. ¿Qué sería de ellos? De Deferle pensaba era un traidor en complot con los hombres de aquel templo. VIII Tras dar varias revueltas nos paramos en un recodo, ante un rocoso muro; iluminaron éste con las luces salidas de sus manos, como brujos, haciéndolas mover de un lado al otro. De los enmascarados avanzó uno y en un sitio del muro presionó. Sin orden dar o comentario alguno pusiéronse al instante en fila todos, y metiéronme a mí con ellos juntos. Se hizo en el muro una abertura estrecha que abría al paso un corredor obscuro. Entramos, a mí en medio me llevaban, que para estar de mí lo más seguro, pinchaban con cuchillos mis espaldas. Mientras lentos pasaban los minutos, llamaba a <Todonada> mentalmente, me sacara de allí con magia o truco. También probé con Cori, y a Sagara rogé, mas no me oyó de ellos ninguno.






IX Después subimos una escalinata en espiral y larga hasta una puerta. Unas palabras pronunció uno de ellos y en un momento estuvo aquella abierta. Eran los hombres de seguro magos. Y no veía forma ni manera cómo podría de ellos escaparme. Pasamos a un salón de gran belleza, ricamente adornado con tapices. Había allí dos hombres a la espera, estaban igualmente enmascarados. Cuando entramos hicieron una seña a los que me llevaban custodiado. Con gran habilidad y más presteza me arrancaron del cuerpo los vestidos, y quedé lleno de ira y con vergüenza por completo desnudo ante sus ojos. Empujones me daban y a la fuerza me condujeron a una nave enorme, donde había personas en hileras. X Por entre éstas hiciéronme pasar. Todos tenían la cabeza calva y una túnica negra y larga puesta, mas de mi desnudez no se burlaban. Sobre un estrado al fondo había un trono y una bella mujer en él sentada. No me cabía ya ninguna duda, en el templo era donde me encontraba, con los cien sacerdotes y la virgen; como el viejo Deferle me contara. Me tuve ante ella que postrar de hinojos. Sentíame humillado porque estaba indefenso y desnudo en su presencia. «Sauri, ¿quieres saber dónde está Orada?», seria y grave me vino a preguntar, severa como diosa la mirada. No quise a su demanda responderle, que la angustia de mi alma no notara. Le interrogué: «¿Por qué me han desnudado? Di, ¿qué maldad te inventas, o qué tramas?».






XI «No parece importarte mucho Orada. ¿No quieres responder a mis preguntas? Será pues torturada ante tus ojos». «Pido por mis palabras ya disculpa. Con humildad haré lo que me ordenes, mas no emplees con ella la tortura». «Bien, dime, ¿qué has venido hacer aquí?». «No sé cómo entender esta pregunta, que por mi voluntad no he venido». Se levantó la virgen furibunda haciendo con la mano una seña. «Te equivocas si piensas que te burlas», dijo, al par que salían unos monjes. «No creo yo haberte hecho ofensa alguna», dije, pero pensé era una torpeza hablar de cualquier forma en contra suya. Sacaron arrastrándola a Orada. «Sauri, mira de nuevo su hermosura. La última vez será que la contemples». Con ira habló, con odio y con locura. XII A una columna ataron a Orada. Uno rajó con un puñal en su hombro. Sangre brotó de su morena carne. Todos gritaron, miedo y gran asombro había en sus pupilas reflejados, cuando aquel que la hirió señaló al pronto la sangre verde de ella derramada. Más de pánico fue o más espantoso lo que a suceder vino acto seguido: Orada se esfumó, en su lugar sólo se veía una rama verde y larga. Una risa se oyó inundarlo todo, corriendo por la bóveda del templo. Se fué la rama, apareció un gran mono dando saltos enormes y chillidos. La concurrencia se postró de hinojos. «¡<Todonada>!, grité con alegría, y el mono se volvió en un hombre hermoso. La virgen exclamó: «¡Dios ha tornado!». «¡Dios ha tornado!». Repitieron todos.






XIII «¿Dónde se quedó Orada?», pregunté. Y sacó <Todonada> una paloma que tenía oculta entre sus vestidos. Pronunció unas palabras misteriosas y fué Orada de nuevo una mujer. Al verme se abrazó a mí amorosa. La gente no salía de su asombro viviendo tantas cosas milagrosas. Y la sacerdotisa virgen dijo: «Queremos defender a toda costa el sable mágico del dios Arese. Por eso, lo que aquí ahora importa, es saber si el dios eres de verdad. Dios de grandeza y magia poderosa sin duda eres, mas Sauri es tu amigo, y eso gran desconfianza en mí provoca, que éste, robar el sable pretendía». «¿Quién te ha dicho semejante cosa?», quise saber, sintiéndome ofendido, pero de la verdad hablar era hora. XIV Dije pues: «Cierto es, mas bien obligado estoy, que matar quieren a mi madre». «¿Quién es el que amenaza con matarla?». «Jefe de los rebeldes es, Tamare se llama, del país es de Eruland. Vuestro príncipe Adur va de su parte. Y <Todonada>, nada sabe de ésto. Él tan sólo ha venido a ayudarme, que temía perder aquí la vida». «Nadie conseguirá robar el sable, que está guardado por el dios del fuego, la virgen explicó riendo triunfante. Sólo saber quería quién te manda». «<Todonada> se haría con el sable si así lo deseara», dije yo. «Si hace tal cosa su poder es grande, y le obedeceríamos a él todos. Si me seguid, os probaré al instante cuan arduo que es, hacer eso que dices». Y echó andar majestuosa y arrogante.






XV Todos nos fuimos tras ella despacio. Una curiosidad grande sentía por ver qué es lo que haría <Todonada>. Puertas a nuestro paso se abrían. Orada me miraba desconfiando de todo cuanto allí nos ocurría. Llegamos a un salón grande y extraño: Cuatro columnas en el centro había que sostenían una plataforma. Por una escalinata se subía a ésta, en donde se hallaba una rara urna, muy grande y transparente era a la vista, y dentro se encontraba el sable mágico; mas la forma de un sable no tenía. Las dos estatuas a uno y otro lado, Vera y Mara en verdad que parecían. Una como de araña fina tela de metal, todo aquello defendía. Yo de eso a <Todonada> quise hablar, mas por ninguna parte se veía. XVI «¡<Todonada>!», llamé y no respondió, habíase esfumado nuevamente. Todos con la mirada lo buscaban, y todos observaron de repente la figura de un hombre abrir la urna. «No es posible que pase un ser viviente sin que lo haga morir el dios del fuego, a no ser que sea el mismo dios Arese», con gran asombro habló la bella virgen. Se sonreía Orada más que alegre al ver que <Todonada> era el triunfante. «De una vez lo veremos para siempre», y la sacerdotisa hizo una seña a uno, como un gigante, allí presente. Tensó éste el arco y disparó la flecha, que en la tela metálica dio fuerte, de fuego produciendo miles chispas. «Tan poderoso es como el mismo Arese, la virgen dijo, y se inclinó sumisa, y añadió: El dios del fuego lo proteje».






XVII Ante los ojos todos los presentes, desapareció al pronto <Todonada> y el sable mágico también con él. No volvía y el tiempo se pasaba. Nadie sabía qué debía hacer. Tras una larga espera desconfiada se dejó <Todonada> ver de nuevo, en la mano el extraño sable o vara. «Vengo, dijo, del mundo de los dioses. Dicen es decisión tan sólo humana lo que hacer se pretenda con el sable, que no es tal, sino una varita mágica que sirve para hacer guerra o la paz». «Adur el príncipe y Tamare traman aliarse contra Esiri de Eruland. Y esta tan espantosa, terrible arma, usar quieren en contra el enemigo», dijo la virgen fría la mirada. «¿Vas tú acaso en favor del rey Esiri?», vino con rabia a preguntarle Orada. XVIII «Nuestra misión es evitar que el arma deba emplearse en guerra contra humanos». «¿Ni tan siquiera contra el invasor?». «¡Ni para defender a mis hermanos!», resoluta la virgen replicó. «Perdona, mas no estaba yo enterado que fuera un gran peligro. ¿Cual es éste?», le pregunté con gesto apaciguado. «Puede destruir al mundo con sus seres, y si cae en poder de un vil tirano, esclavizar sin más la humanidad». «Veremos si me apruebas lo pensado: Dices al príncipe que estás dispuesta a ceder y ponerte de su lado. Le ofreces un corriente y normal sable, pero que tenga algún grabado extraño, para que piense así, que es verdadero. Basta que crea tiene poder mágico. Quizás se pueda en su hoja algo grabar: Una leyenda de poder y mando».






XIX «¿Y quién ha de escribir esa leyenda?». «Si quieres, puedo proponerte yo una, pero grabarla, hacerlo ha el orfebre y embellecer también la empuñadura». «¿Y cómo ha de rezar esa leyenda?». «Se podría decir sin duda alguna: -El que en mí crea, vencerá en la guerra-». «Bien me parece, gracias por tu ayuda», sonriente respondió la bella virgen. <Todonada> nos dijo, era locura si el ser humano poseyera el arma. Habría que tenerla bien oculta; porque el hombre a los dioses siempre imita y guerras puede promover absurdas, si el secreto llegara a descubrir para hacer como aquella arma, otras muchas. «Hay pues, dije, que actuar con rapidez, hacer lo necesario con premura. Por mi consejo fue, dices al príncipe, lo que te hizo cambiar de tu postura». XX En un lugar recóndito del monte quedó la vara mágica escondida. Un sable se entregó al príncipe Adur, que pensaba, era aquella arma divina y le haría ganar a Esiri en guerra. Había movimiento y mucha prisa de soldados y gente por Sicón. Andaban calle abajo y calle arriba, toda clase de enseres transportando. El miedo en las pupilas se advertía. Con gran ejército avanzaba Esiri, con guerreros de mucha valentía, y en tierra estaba ya de Amitasar. Amón su general, también venía bajando las montañas peligrosas. La tercera legión presta acudía al mando de Tagor por el desierto. Adur pensaba, aún no se atrevía si mandaba sus tropas al ataque, pues dudaba del sable y su valía.

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