Portada
© Rodrigo G. Racero




EL CUENTO SOÑADO


CANTO 4

I Formaron los bandidos cuatro grupos, de donde estábamos a pocos pasos, haciendo un cuadro, el uno frente al otro. Un hombre al centro había, separando una gran piedra con facilidad. Quedó un momento en tierra inclinado. Todos estaban tiesos, grave el gesto. El que estaba en el centro alzó la mano. Más se marcó la seriedad en todos. El suelo se abrió al pronto y bajamos como tragados por la madre tierra. Deferle estaba más que otro asustado, pues Orada y yo habíamos ya visto gran magia, en un lugar bastante extraño. Como en un tubo estábamos metidos. Todo brillaba allí de un modo raro. Paramos de bajar, se abrió una puerta. Los cuatro grupos a la vez entramos en un amplio salón de mármol bello, azul y misterioso, iluminado. II Estaban intranquilos los caballos. No era para llevar allí animales. No creía esta vez estar soñando. En mi espejo pensaba y al instante, cuando vi que ya nadie me observaba, con rapidez del bolso lo saqué, antes que cualquiera pudiera darse cuenta. Sin dudarlo un momento ni pararme, de mi amante el vestido abrí, en su pecho lo guardé. Orada simuló abrazarme, que uno de los bandidos nos miraba. «Ahora no es el tiempo de besarse, ni el sitio es adecuado, ni el momento. Y después empujándonos dijo: ¡Anden!». A una contigua estancia nos pasaron. Un ser había allí como un gigante, sobre un altar, al fondo iluminado. Perplejo me quedé, que al contemplarle vi una figura más feroz que el genio. Orada lo miró sin inmutarse.






III «¡Dios del horror, bandidos y ladrones, el jefe dijo y todos se postraron con temor y respeto en las pupilas. Sólo a ti obedecemos y adoramos!», continuó hablando el jefe de la banda. De la figura aquella se alzó un brazo y una voz poderosa oír se vino en todo aquel recinto retumbando: «¿Dónde está el oro que traer debíais?». «Hemos estos viajeros apresados. Ellos te entregarán todos sus bienes en ofrenda de honor, en propias manos. Si no lo consideras suficiente habrá por tu ley misma que matarlos. Si te place la vida perdonarles, serán hasta su muerte tus esclavos y nunca más verán la luz del día». Lento en su movimiento era y pesado aquel, que dios llamaban los bandidos, e inferior parecía a un humano. IV «¡Vamos, pronto, ofreced vuestro dinero!», dijo uno amenazando con su espada. Para llegar al dios subir debíamos hasta el altar por una escalinata. Un peso grande había allí colgado. «Poned vuestro oro todo en la balanza», dijo con voz metálica aquel dios. Echamos las monedas y alhajas, de Orada los salcillos, brazaletes, de Deferle también su poca plata. El plato rebosando no caía, pues en el otro, una gran pesa estaba. Mucho habéis en verdad y de valor traído, pero ya veis que no os basta. Mas la vida quizás podáis salvar, si la mujer me agrada con su danza, el dios dijo y ordenó: «¡Vamos, desnúdate! Une tu gracia con esas esclavas». Aparecieron Vera y Mara al pronto, cuando una bella música sonaba.






V Orada de su ropa despojose teniendo del espejo gran cuidado, no se le fuera a resbalar al suelo. Puso espejo y vestido en mis manos, y la danza empezó con Vera y Mara: Ella movía el cuerpo y los brazos al compás de la música melódica, la cintura con ritmo cimbreando de una sensualidad dulce, exquisita. Armonía de sones, que cambiando en movimientos de pasión y fuego, giraban las figuras que danzando se cruzaban con gracia y belleza. Fascinados estaban todos tanto, que ninguno advirtió que poco a poco el espejo saqué y tomé contacto con el genio; ordenándole al instante se materializara, y con espanto y terror a la gente hiciera huir. «Así sea, me dijo, señor y amo». VI Una al instante espesa niebla blanca del espejo surgió y lo invadió todo. Y fue el espíritu del genio cuerpo. Con alta voz gritó de forma y modo que el horror se adueñó de los bandidos. Al dios alzó después y al mismo trono y lo estrelló con furia contra el suelo, donde quedó como un muñeco roto. De su cuerpo partido le salían cosas varias de alambre e hierro sólo, pero gota ninguna echó de sangre. Sin vida, inerte estaba en el polvo, mas a pesar de estar ya muerto dijo: «¡Vamos, de prisa, guarda todo el oro!». El espíritu fue que habló del dios. Corrían los ladrones como locos. Obedecer debían, pero estaban turbados, iban de un lado para otro con miedo, por el genio perseguidos, pidiendo por piedad al dios socorro.






VII Vino corriendo Orada y se vistió, y junto con Deferle a toda prisa nuestras bolsas llenamos con el oro. Nos marchamos después a la salida, mas no encontramos puerta en parte alguna, tan sólo la pared brillante y lisa. Ningún bandido se veía ahora. Habían escapado por sus vidas. ¿Pero cómo, por qué lugar secreto? Miedo tenía Orada, yo rabia, ira. «¡Genio, grité, vuelve al espejo, pronto! Si no hay poder alguno que lo impida, sácanos al instante, y los caballos, de esta estancia enigmática y maldita». Apenas terminé de hablar nos vimos bajo el cielo, y del sol la luz bendita. Alejémonos rápido de aquí, antes que vengan, dije, y nos persigan. Al galope pusimos los caballos. Al genio le debíamos la vida. VIII Corría una agradable y fresca brisa. Volvió la cara atrás Deferle y dijo: «Un grupo de jinetes nos persiguen». Miré y quedé en verdad muy sorprendido de que pudieran encontrarse cerca. Mala cosa, pensaba a mi albedrío. «Pronto estamos a tiro de sus flechas», dijo Orada y con rabia los maldijo. «Vayamos hacia el monte, aconsejé, tratemos de salvar la piel, amigos». «Es peligroso entrar en las montañas, pero en el llano estamos bien perdidos, Deferle razonó. ¡Probemos suerte!». Y las cabalgaduras dirigimos a galope tendido hacia el monte. Oíamos ya próximo los gritos de los perseguidores. Disparaban sus ballestas a tiro casi fijo. Al genio le pedí nos alejara súbito de aquel grupo de bandidos.






IX Al instante estuvimos en el monte. No eran ya necesarios los caballos. «Creo que por aquí ni cabras pasan», mirando al precipicio con espanto dijo Deferle pálido el rostro. Se veían pequeños en el llano, desde la enorme altura los jinetes. «Caminemos en tanto que esté claro», dije dando ánimos a mis amigos. «No sé si estoy despierto o bien soñando. ¿Qué clase de personas sois vosotros, que tan grande poder tenéis y extraño?», Deferle preguntó, asustado estaba. «Ahora no es momento de contarlo». «¿Qué hacer con los caballos?», dijo Orada. «Para después había que guardarlos», burlonamente el viejo contestó. «Retíralos, mas tenlos preparados, que nos harán más tarde quizá falta», al genio dije, y pronto se esfumaron. X Trepando por aquellas peñas íbamos, con cuidado avanzando, poco a poco, con miedo de caernos al vacío. Cuando se puso negro el cielo al pronto y el sol entre las nubes se ocultó. «Este sitio es bastante peligroso, dijo Orada, añadió: Llama al genio Sauri, que no salimos de aquí solos». Se me escurrió el espejo de las manos al intentar sacarlo de mi bolso, y fue a caer en el profundo abismo. Dio un grito Orada al verlo, y en su rostro quedó pintada gran desilusión. Yo sentí más un miedo, que no enojo, al perder para siempre aquel espejo. «¡Pobre de mí, dije, lo más valioso que nunca haya en mi vida poseído!». A soplar se alzó un viento tempestuoso y una torrencial lluvia empezó a caer con fuerza, rayos, truenos espantosos.






XI Pasado un rato, de agua ya empapados, una cueva encontramos en el monte. A resguardarnos de la lluvia entramos y empezamos a oír extrañas voces. «Tenemos los espíritus en contra, tanto si estáis conmigo o no conformes, yo me marcho de aquí en este momento». Unió la acción a la palabra el hombre, y a correr comenzó hacia la salida. Espantado quedó Deferle, el pobre, al ver entrar un oso que gruñendo, se alzó sobre sus patas, era enorme. Lleno de horror retrocedió al instante. De repente el plantígrado parose, y ante nuestra sorpresa, fugazmente, en un fiero gorila transformose. Atónitos quedamos contemplándolo. Se oían carcajadas, mas, ¿de dónde, de qué lugar y quién las producía? «Sospecho yo que alguno aquí se esconde». XII Tratando estaba de ocultar el miedo. Aumentó nuestro asombro que el gorila se esfumó, apareciendo un bello joven alto, de piel morena, a nuestra vista. A él con cautela me acerqué y le dije: «Esta teatralidad, ¿qué significa?». «¿Quiénes sois? ¿Qué queréis aquí vosotros?». «Deseamos salvar sólo la vida. Huyendo vamos de unos bandoleros, que robar y matarnos pretendían». «¿Es esto una guarida de ladrones?, preguntó Orada un tanto despectiva. ¿Por qué están escondidos tus amigos?». Sin contestar, el joven sonreía. Al fin dijo: «Almas son que van errantes, y que retornar deben a la vida». «¿Estás solo viviendo en esta gruta?», interrogó mirando a la salida Deferle, un tanto temeroso aún. «Si, solo estoy, por decisión divina».






XIII «No hay otro ser igual que yo en el mundo», respondió el joven algo entristecido. «Todos, en cierto modo, únicos somos», le contestó Deferle condolido. «Mas yo siéndolo todo, nada soy, o soy nada, al ser todo en un principio». No comprendía al joven enigmático, ni sabía la causa o el motivo, por el que estar pudiera melancólico. «¡Me castiga a mí algún poder divino, que no me deja ser animal ni hombre! ¿Por qué tengo que andar solo y perdido, vegetal siendo o mineral obscuro?». De la cabeza estaba seguro ido, pensábamos mirándonos nosotros. Altamente quedamos sorprendidos al verlo convertirse en un gran rocho. Con espanto y temor retrocedimos, corriendo presurosos hacia fuera. Mas habló el ave aquella y nos dijo: XIV «Ahora, ¿comprendéis cual es mi pena? Constante cambio, siempre diferente». Orada dijo: «Pero eso es magnífico, poderse uno cambiar continuamente...». «La conciencia de mi alma es invariable, pero ella a ningún cuerpo pertenece. Puedo ser árbol, animal o piedra. Cobijarme en lo vivo y en lo inerte, según mi fantasía así decida y que mi voluntad también apruebe». «¿Quieres decir que siempre serás joven?». «Soy como me creó alguien en su mente». Agitó el rocho sus enormes alas y desapareció ésta ave imponente, viéndose al mancebo esbelto y bello. «Nadie hay que esté contento con su suerte, dije, pero otros tienen peor fortuna. Yo, ser quisiera poderoso y fuerte». «Yo, dijo Orada, quiero mis manzanas. Joven y bella ser, eternamente».






XV Atentamente nos miró aquel joven: «Es mi deseo sólo ser humano, mas castigado por lo visto he sido, pues mis ruegos no fueron escuchados y mi destino aquí, esperando estoy, dentro del pensamiento de los años que creándome está un ser en su sueño». «Estás vivo, has tomado ya contacto con nosotros, quizá ayudarnos puedas». «Todos somos de Dios como del diablo», dijo Deferle temeroso de él. «Lo bueno existe junto con lo malo. La pregunta es: ¿Quién vence contra quién? Puede ser la virtud, quizá el pecado». «¿Puedes decirnos cómo ir a Sicón?», Orada preguntó, sin más, cortando aquel hablar interminable nuestro. «De aquí está aún bastante alejado. Os podría llevar, si así queréis. Hay que pasar el monte, luego un llano». XVI Fuera la lluvia había ya cesado. El ser aquel extraño nos propuso con un cordel a todos amarrarnos. Nos alzaría. En muy pocos minutos nos llevaría a la ciudad volando. Pensé que era un proyecto loco, absurdo. «¿Pero cómo?, saber quiso Deferle, cosa sería digna de un gran brujo, si llegaras alzarnos por los aires». «Tan semejante loca idea rehuso», dijo Orada con miedo en la mirada. Y yo dije: «Se trata de algún truco». «Como sabéis, me puedo volver pájaro, y con el pico os llevo a todos juntos». «¡Es verdad!», exclamé maravillado, pero después pensé: Es el peso mucho. Y expresé mi temor a mis amigos. «Nos dejará caer más que seguro», volvió a decir Orada temerosa. Yo propuse de hacerlo, aunque era duro.






XVII El peligro afrontar nos decidimos. Con un cordel nos amarramos todos. El joven se tornó en un ave enorme, más grande de lo que antes fuera el rocho. La punta de la cuerda con el pico, la extraña ave cogió. Alzó el vuelo pronto. Nos sentimos izados en el aire. Nos unimos con pánico uno al otro, buscando la confianza en el abrazo. La tierra se alejaba de nosotros, que como un raro péndulo oscilábamos. Nos azotaba el fuerte viento el rostro e hinchaba los vestidos en el cuerpo. Era el paisaje desde allí grandioso, y libre se sentía ya mi espíritu. Pasado un rato vimos allá al fondo, entre las brumas asomar Sicón; con bellas casas y su templo hermoso. El ave el vuelo aminoraba al tiempo que a la ciudad llegábamos a poco. XVIII Tanto el pájaro había descendido, que ya casi tocábamos las casas. Gritó Deferle al ave: «¡A la derecha, vuela hacia la azotea aquella blanca! Allí es mi hogar, allí es donde habito. Transpórtanos allí y tu vuelo para». El gigantesco pájaro así lo hizo. En las calles la gente aglomerada gritos daban saltando de asombro. Con los brazos alzados señalaban, mirando hacia nosotros para arriba. Gran alivio sentimos en el alma al tocar nuestros pies al fin el suelo. El ave se tornó en una muchacha, y de la cuerda vino y nos libró. Llegaron la hija y la mujer amadas de Deferle, y felices se abrazaron. Luego al salón pasamos de la casa, donde nos presentó él a su familia, y algo contó de todas sus andanzas.






XIX Bulla sentimos en la puerta y golpes, altas voces y gritos de personas. La señora salió a ver qué pasaba. Dijeron las vecinas temerosas que un monstruo había entrado en la casa. Contestó no saber ninguna cosa, nada haber visto ni tampoco oído. «Sí, dijeron, un ave muy espantosa arriba en la azotea se ha parado, a unos seres humanos ya devora». A otra estancia Deferle nos pasó. «Mejor es que esperemos aquí ahora a que pase toda esta excitación». Nos ofreció de un buen vino una copa, que a gusto nos sentamos a tomar. Entró después de un rato la señora diciendo que se había ya calmado, el gran temor de las personas todas. Decidimos salir al otro día, a ver el templo y la ciudad hermosa. XX Nos despertó ladrando fuerte un perro desde una cama, en nuestro mismo cuarto. Era el amorfo ser que su figura, durante el sueño habíase cambiado. Más tarde, por las calles con Deferle íbamos viendo tiendas y mercado. La gente andaba presurosa, hablaban que habían al monarca derrocado. El ejército había decidido dar al príncipe Adur, poder y mando. «Habrá contra Eruland seguro guerra, dijo Deferle deteniendo el paso. El sable mágico es un arma horrenda, siguió con misterioso tono extraño, encerrado en el templo bajo llave está desde hace algunos miles de años, con celo vigilado por los sifes, que tienen el deber más que sagrado de defender el templo con la vida, y el secreto poder del sable mágico».

Subir
Elegir otro canto



Portada

© Rodrigo G. Racero