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© Rodrigo G. Racero




EL CUENTO SOÑADO


CANTO 2

I Al fin me decidí a robar el sable. El caballo vendí y compré un camello. Me uní a la caravana que partía para Sicón, la ruta del desierto. Había otro camino por los montes, pero nadie sabía el rumbo cierto. Temía me siguiera algún espía, y estaba atento a todos los viajeros, pero no sospechaba de ninguno. Tras tres días de marcha y sol intenso, llegamos derrengados a un oasis. Allí pasé la noche más despierto que dormido, pues una joven blanca de sin igual belleza y pelo negro, me había robado los sentidos. Hubo en nuestra mirada entendimiento hecho realidad bajo la luna: Su amor era en la fría noche fuego de pasión inefable; no vivido antes nunca por mí, de ese momento. II Cinco días llevábamos de viaje. Aún quedaba mucho más camino. Implacable era el sol que achicharraba. Quiso saber mi amante mi destino. Le dije que viajaba por negocios. Que tenía que andar bastante listo, pues era comerciante de obras de arte y había por doquier muchos bandidos. Ella dijo que huérfana se encontraba. Huía de la venganza de su tío. Dos manzanas de puro oro le hurtaron cuando se le murió el padre querido, que habían siempre estado en la familia. Al no tener su genitor un hijo pasaban al hermano de su padre, pues era tradición. Estaba escrito que al no darlas pagaba con su vida. Me dejó tal historia sorprendido. Le dije que la vida de mi madre peligraba por algo parecido.






III Los camellos estaban intranquilos. Obscurecióse el cielo de repente y con furia empezó a soplar el viento. Gritos de espanto, horror entre la gente al tiempo que la arena en remolinos terribles levantábase imponente. Orada (que era el nombre de mi amada) con miedo se abrazó a mí fuertemente. No veíamos nada en derredor y nos caíamos andando siempre. De la mano íbamos los dos cogidos. Silbando proseguía el viento fuerte. La arena nos podía enterrar vivos. Rodamos de improviso una pendiente y quedamos tendidos un momento. «¡Tenemos que seguir, hay que moverse!», grité a mi compañera. Nos alzamos. Por aquella infernal tierra candente marchábamos errantes horas y horas sin encontrarnos con más ser viviente. IV La tempestad había ya cesado. Estábamos perdidos de los otros. La desesperación nos invadía. Sin víveres, sin agua, los dos solos nunca saldríamos de aquel infierno. Me recordé con alegría al pronto del mágico zafiro de Sagara. Empecé a rebuscarlo por mi bolso, junto con la cajita lo encontré. A Sagara pensé pedir socorro. A Orada le conté mis aventuras: Robar debía las manzanas de oro, así como también el sable mágico. Cosa imposible o bien cosa de locos. Al habla pues me puse con la bruja. Me prometió mandarme ayuda pronto. Pasó el día, también pasó la noche. A la mañana vimos un gran rocho que cruzaba el celeste y claro cielo un paquete arrojar para nosotros.






V Víveres contenía y también agua. Nuestra sed aplacamos y nuestra hambre para poder seguir nuestro destino. Había entre las viandas un mensaje que la vieja Sagara me mandaba: Sabía de mi pacto con Tamare y se hallaba conmigo muy conforme en que fuera primero a por el sable, pues éste me valdría de seguro para poder vencer a los guardianes delante del jardín de las Hespérides. Seguimos por la arena interminable marchando siempre, siempre. Cuando al pronto, de improviso, surgió la bella imagen de una ciudad dorada y luminosa. Orada se asustó, vino abrazarme. Grande, inmensa, cercana la ciudad con casas y con templos; inefable en su hermosura el puente, un lago azul que era maravilloso, insuperable. VI Recorrimos las calles solitarias de aquella misteriosa ciudad bella, sin ver a ser viviente en parte alguna. Llamamos por las plazas y en las puertas, mas nadie a nuestras voces respondía. Parecía ser una ciudad muerta. Había en el ambiente algo irreal, indefinible, como una tristeza tal vez, sólo que mucho más profundo. Allí era todo de metal y piedra. Ni animales había, ni había árboles, ni tan siquiera un poco de fresca hierba, ni aves volaban por el claro cielo, ni cisnes en el lago de aguas quietas había, sólo una gran soledad, como un vacío; una congoja inmensa reinaba por doquier quebrando el alma. Andábamos con miedo, pero alerta, por el frío silencio del lugar esperando que alguno apareciera.






VII Entramos en el templo de los dioses. Allí tampoco se movía un alma. Con arcos y columnas de alabastro se veían las naves adornadas con bellas filigranas y arabescos. Altares con figuras más que extrañas por su atuendo y la forma de sus miembros había en derredor como fantasmas. Por entre las columnas de repente vimos aparecer a Vera y Mara. «¿Por qué arte o magia habéis podido entrar?». «¿Cómo es qué estáis en la ciudad vedada?», las dos nos preguntaron sorprendidas. «Viajábamos con una carabana...», dije yo, y les conté lo sucedido. «Erraréis para siempre», dijo Mara. «Os sacaré de aquí», respondió Vera. Mi vista se cruzó con la de Orada, rápida, fugaz, casi imperceptible, y vi en sus ojos miedo, desconfianza. VIII Quise apoyarme sobre una columna y con mis huesos di en el duro suelo, al encontrar mi brazo sólo el aire. Me alcé maravillado, más que incrédulo, y fui a tocar de nuevo la columna, de consistencia carecía o cuerpo. Mara soltó una carcajada loca. «¿Qué truco es este, pregunté, o qué invento?». «Os movéis en el reino de la psiquis, respondió Vera, pronto seréis muertos si no tornáis a vuestro mundo real». «¿Iremos a la gloria o al infierno?», demandó Orada con temblor visible. «En vuestra mano está ganar el cielo, pero seguidme ahora, el tiempo corre». Al acto hicimos caso del consejo y fuimos tras sus pasos con premura. Me di cuenta en aquel justo momento que íbamos escaleras para arriba, y desapareció ésta al sentir miedo.






IX Al vacío caí profundo y negro. Pensé había llegado mi última hora y sentí paz en mi conciencia al pronto. El grito desgarrado de la boca de Orada aún oí desconsolado y de Mara su risa triunfadora. Fui por ventura a dar entre cojines en un salón cubierto con alfombras. Se hallaban las paredes con espejos, hasta el techo también, sin otra cosa. ¿Cómo podía haber parado allí?, me pregunté, no pude ver la forma. Cerrado estaba todo aquel recinto; no había puerta ni ventana sola para poder salir de aquel lugar. Pasaron los minutos, quizá horas, pues era mi noción del tiempo nula. Temblaba ante la pura idea espantosa de quedar para siempre allí encerrado, viendo mi triste imagen silenciosa. X Levanté los cojines y la alfombra, era el suelo también todo de espejo. La angustia me invadía toda el alma, pero una enorme rebeldía el pecho. Con un cojín me cubrí la cabeza, con furia arremetí contra el espejo y se rompió éste en miles de pedazos. Rodé un momento por el duro suelo del contiguo salón, libre ya y sano. De marmol un altar se hallaba al centro, donde había una estatua fea, horrible, medio animal, con grandes, finos cuernos, con uñas y pezuñas, largo rabo, pobladas cejas, ojos muy pequeños; saliendo los colmillos de las fauces, estaba jorobado y contrahecho. La expresión repugnante de su rostro escalofrío daba sólo al verlo. Sería una figura evocando algún extraño ser de los infiernos.






XI Con cuidado observé el lugar aquel. No se veía puerta allí tampoco que la huida me pudiera permitir. Vi algo en el suelo relumbrar al pronto. Me incliné a recoger aquel objeto, era un pequeño espejo en plata y oro. No vi al mirarme en él, mi propia imagen, sino que reflejada en él tan sólo estaba,la figura aquella horrible. Era un espejo de valor, hermoso, pues estaba adornado con diamantes en el mango, en el cerco, intensos,rojos rubíes y granates fulgurantes. Una leyenda había escrita al dorso: «El genio soy, rey del horror y el pánico, quien mirarme se atreva a los ojos sin que sienta el pavor, seré su esclavo y su orden cumpliré bien, justo y pronto». Giré el espejo y contemplé en su luna la figura terrible como un ogro. XII Cierto temblor sentí que me invadía al mirarme en sus ojos fijamente. Una instintiva sensación de miedo, como si cerca andara ya la muerte. Mas algo en mí se reveló al instante como una rabia que me hizo fuerte y con furia gritarle pude al genio con todo mi desprecio: «¡De mí vete!». Y desapareció al acto su imagen. Solo me vi, grité: «¡Genio, tú mientes, que la leyenda del espejo reza, debes mi esclavo ser y obedecerme! ¡Así pues, torna de inmediato aquí!». Apenas hablé estuvo ya presente diciendo: «Me mandastes tú marchar». «Verdad es, y razón sin duda tienes, genio, le dije, pero has de ayudarme: Mi amante junto a mí deberás traerme, (usando si lo tienes tu poder) que en peligro seguro está de muerte».






XIII «Tu voluntad sea hecha mi señor, mas te diré, que no me pierdas nunca, seré tu siervo así durante un año. Mi libertad será luego absoluta para volver al reino de los míos, libre ya del espejo mi figura, como libre soy ahora del altar». Miré, de alguna forma o bien diablura se había del altar ido su estatua. Orada apareció. Amor y ternura en nuestros besos y caricias hubo. «De aquí saldremos, dije, sin más duda». Mas contestó una voz detrás de mí: «En tu mundo te esperan desventuras Sauri, quédate aquí, haz feliz a Orada». «Sería por mi parte una locura, respondí, al ver de nuevo a Vera y Mara. Ciudad esta que extraña, tan absurda, que no es para vivir seres humanos, ni tampoco otra vida en forma alguna». XIV «Os llevaré al jardín de las delicias, donde se gozan todos los deseos sin trabas ni frontera, eternamente, y no existe el dolor, tiempo ni miedo». Así habló Mara y Vera replicó: «Sigue el destino de tu vida cierto. Seducir no te dejes por promesas. Para salir del mundo de los sueños has de llamar a tu conciencia. ¡Pronto! Antes que os cubra de la muerte el velo». Una luz de repente hirió mis ojos. A Orada dije: «Hay que salir huyendo». Corrimos hacia aquel claro de luz, pero enlodado estaba ahora el suelo y sin poder andar nos resbalábamos, nos esforzábamos, mas eran lentos nuestros pasos y estábamos cansados, abandonados en el mismo infierno. Seres horribles riendo nos miraban, queriendo con sus manos detenernos.






XV Golpeábamos para defendernos, pero dábamos siempre en el vacío. Se obscureció al pronto aquella luz. Íbamos por un túnel negro y frío, palpando por las húmedas paredes. Seguimos sin saber dónde, perdidos en aquel laberinto, dando vueltas. Oíamos lamentos y quejidos de seres que estuvieran padeciendo, bien por enfermedad, quizás heridos, pero no había cuerpos, sólo espíritus llorando para siempre al infinito. Saqué el espejo y le ordené aquel genio nos devolviera al mundo de los vivos. «Lo siento, pero tal saber no tengo, dijo. Tan sólo el gran poder divino conceder puede semejante cosa». «¿Cual es entonces tu saber? ¡Cretino, que me ibas a servir tan bien y tanto!», le pregunté bastante enfurecido. XVI «En el mundo real y en el ficticio, el poder de mi magia es bueno y grande. Sólo saltar no puedo de uno a otro. Si me llevas, podré bien ayudarte». «¿Cómo poder tornar a lo real si el salir desconozco de esta parte?». «Perdonad, pero, ¿cómo habéis venido?». «No lo sé, quizá fue por malas artes de algún hado o espíritu maligno». «A investigar iré cómo se sale», comunicó mi genio y se marchó. «Debe de haber seguro alguna clave que nos haga salir de este lugar», habló Orada y noté que en su semblante estaba dibujado el miedo pánico. La calmé con caricias de amor suave. Al espejo volvió de nuevo el genio diciendo: «¡Pronto, antes que sea tarde, debéis salir por la conciencia abierta hacia la luz vital, en este instante!».






XVII Nos vimos de repente bajo el agua y con fuerza hacia arriba buceamos, hacia la claridad de superficie. Orada no podía, y con un brazo rodeé su cintura, en un esfuerzo grande y último para salir salvos. Acto seguido vimos como el sol con intenso fulgor brillaba en lo alto. En el desierto estábamos tendidos, de una loma a la sombra resguardados. Parecía que hubiésemos dormido, y sin saber por qué nos abrazamos. Latente y vivo era el recuerdo crudo de aquella pesadilla o sueño extraño. A narrar empecé el sueño a Orada y prorrumpió ésta en silencioso llanto, pues lo había vivido también ella. Comimos y bebimos un buen trago. No era el desierto ahora tan de arena, en dura tierra habíase tornado. XVIII Emprendimos la marcha nuevamente. el desierto acabó después de un monte y fértil empezaba a ser la tierra. Seguir debíamos la ruta norte para al país llegar de Amitasar. De la calor del sol y sus rigores a resguardarnos fuimos en los árboles. Allí hacía más fresco, había flores. En mi bolso busqué el zafiro de agua. Sorprendido quedé, cuando de golpe mis manos encontraron el espejo. Lo saqué, y a la luz, en cien colores resplandecieron las hermosas piedras conque estaba adornado, con primores de orfebrería. ¡Era una bella joya! Me miré y reflejada mis facciones vi, sin más rastro del horrible genio, pero con qué argumento, qué razones podrían explicar que allí estuviera. Verdades hay que a la razón se esconden.






XIX Quedó también Orada muy asombrada cuando del sueño vio el mágico espejo. «¿Cómo es posible cosa semejante?, dijo, y preguntó: ¿Es éste el verdadero? Lo cogió luego para en él mirarse, pero tan sólo vio su rostro bello. ¿Será el mismo? Parece ser normal. Más extraño es soñar con todo esto y en la realidad verlo más tarde». «Es verdaderamente un gran miterio, pero el genio parece ya haberse ido, dije, y pensando me quedé un momento. ¿Qué pasaría si pidiera ayuda?». «Atrévete a llamarlo y lo veremos», dijo Orada queriéndome dar ánimos. Llamé al genio de faz y cuerpo horrendo y en la brillante luna surgió al pronto. «Cumplirás al instante mis deseos, dije, y le ordené: trae dos caballos, para montarlo, el adecuado atuendo». XX Pronunciadas que fueron mis palabras, aparecieron dos hermosos potros. Quedamos asombrados y contentos de poder continuar de mejor modo el larguísimo viaje hasta Sicón. Por terminado dimos el reposo y a caballo emprendimos el camino. Íbamos cabalgando cuando al poco, vimos al lado del sendero un viejo mover los brazos y pedir socorro: «Perdonad, dijo, pero me han robado los bandidos mi carro y todo el oro y hasta Sicón no sé cómo llegar, pues estoy de esta pierna un tanto cojo». Junto a mí en el caballo lo monté, que parecía ser un hombre honroso. Le pregunté qué hacía en tal paraje y cómo se atrevía a viajar solo. Nos dijo, que en la lucha que tuvieron los bandidos mataron a su mozo.

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