I
Al fin me decidí a robar el sable.
El caballo vendí y compré un camello.
Me uní a la caravana que partía
para Sicón, la ruta del desierto.
Había otro camino por los montes,
pero nadie sabía el rumbo cierto.
Temía me siguiera algún espía,
y estaba atento a todos los viajeros,
pero no sospechaba de ninguno.
Tras tres días de marcha y sol intenso,
llegamos derrengados a un oasis.
Allí pasé la noche más despierto
que dormido, pues una joven blanca
de sin igual belleza y pelo negro,
me había robado los sentidos.
Hubo en nuestra mirada entendimiento
hecho realidad bajo la luna:
Su amor era en la fría noche fuego
de pasión inefable; no vivido
antes nunca por mí, de ese momento.
II
Cinco días llevábamos de viaje.
Aún quedaba mucho más camino.
Implacable era el sol que achicharraba.
Quiso saber mi amante mi destino.
Le dije que viajaba por negocios.
Que tenía que andar bastante listo,
pues era comerciante de obras de arte
y había por doquier muchos bandidos.
Ella dijo que huérfana se encontraba.
Huía de la venganza de su tío.
Dos manzanas de puro oro le hurtaron
cuando se le murió el padre querido,
que habían siempre estado en la familia.
Al no tener su genitor un hijo
pasaban al hermano de su padre,
pues era tradición. Estaba escrito
que al no darlas pagaba con su vida.
Me dejó tal historia sorprendido.
Le dije que la vida de mi madre
peligraba por algo parecido.
III
Los camellos estaban intranquilos.
Obscurecióse el cielo de repente
y con furia empezó a soplar el viento.
Gritos de espanto, horror entre la gente
al tiempo que la arena en remolinos
terribles levantábase imponente.
Orada (que era el nombre de mi amada)
con miedo se abrazó a mí fuertemente.
No veíamos nada en derredor
y nos caíamos andando siempre.
De la mano íbamos los dos cogidos.
Silbando proseguía el viento fuerte.
La arena nos podía enterrar vivos.
Rodamos de improviso una pendiente
y quedamos tendidos un momento.
«¡Tenemos que seguir, hay que moverse!»,
grité a mi compañera. Nos alzamos.
Por aquella infernal tierra candente
marchábamos errantes horas y horas
sin encontrarnos con más ser viviente.
IV
La tempestad había ya cesado.
Estábamos perdidos de los otros.
La desesperación nos invadía.
Sin víveres, sin agua, los dos solos
nunca saldríamos de aquel infierno.
Me recordé con alegría al pronto
del mágico zafiro de Sagara.
Empecé a rebuscarlo por mi bolso,
junto con la cajita lo encontré.
A Sagara pensé pedir socorro.
A Orada le conté mis aventuras:
Robar debía las manzanas de oro,
así como también el sable mágico.
Cosa imposible o bien cosa de locos.
Al habla pues me puse con la bruja.
Me prometió mandarme ayuda pronto.
Pasó el día, también pasó la noche.
A la mañana vimos un gran rocho
que cruzaba el celeste y claro cielo
un paquete arrojar para nosotros.
V
Víveres contenía y también agua.
Nuestra sed aplacamos y nuestra hambre
para poder seguir nuestro destino.
Había entre las viandas un mensaje
que la vieja Sagara me mandaba:
Sabía de mi pacto con Tamare
y se hallaba conmigo muy conforme
en que fuera primero a por el sable,
pues éste me valdría de seguro
para poder vencer a los guardianes
delante del jardín de las Hespérides.
Seguimos por la arena interminable
marchando siempre, siempre. Cuando al pronto,
de improviso, surgió la bella imagen
de una ciudad dorada y luminosa.
Orada se asustó, vino abrazarme.
Grande, inmensa, cercana la ciudad
con casas y con templos; inefable
en su hermosura el puente, un lago azul
que era maravilloso, insuperable.
VI
Recorrimos las calles solitarias
de aquella misteriosa ciudad bella,
sin ver a ser viviente en parte alguna.
Llamamos por las plazas y en las puertas,
mas nadie a nuestras voces respondía.
Parecía ser una ciudad muerta.
Había en el ambiente algo irreal,
indefinible, como una tristeza
tal vez, sólo que mucho más profundo.
Allí era todo de metal y piedra.
Ni animales había, ni había árboles,
ni tan siquiera un poco de fresca hierba,
ni aves volaban por el claro cielo,
ni cisnes en el lago de aguas quietas
había, sólo una gran soledad,
como un vacío; una congoja inmensa
reinaba por doquier quebrando el alma.
Andábamos con miedo, pero alerta,
por el frío silencio del lugar
esperando que alguno apareciera.
VII
Entramos en el templo de los dioses.
Allí tampoco se movía un alma.
Con arcos y columnas de alabastro
se veían las naves adornadas
con bellas filigranas y arabescos.
Altares con figuras más que extrañas
por su atuendo y la forma de sus miembros
había en derredor como fantasmas.
Por entre las columnas de repente
vimos aparecer a Vera y Mara.
«¿Por qué arte o magia habéis podido entrar?».
«¿Cómo es qué estáis en la ciudad vedada?»,
las dos nos preguntaron sorprendidas.
«Viajábamos con una carabana...»,
dije yo, y les conté lo sucedido.
«Erraréis para siempre», dijo Mara.
«Os sacaré de aquí», respondió Vera.
Mi vista se cruzó con la de Orada,
rápida, fugaz, casi imperceptible,
y vi en sus ojos miedo, desconfianza.
VIII
Quise apoyarme sobre una columna
y con mis huesos di en el duro suelo,
al encontrar mi brazo sólo el aire.
Me alcé maravillado, más que incrédulo,
y fui a tocar de nuevo la columna,
de consistencia carecía o cuerpo.
Mara soltó una carcajada loca.
«¿Qué truco es este, pregunté, o qué invento?».
«Os movéis en el reino de la psiquis,
respondió Vera, pronto seréis muertos
si no tornáis a vuestro mundo real».
«¿Iremos a la gloria o al infierno?»,
demandó Orada con temblor visible.
«En vuestra mano está ganar el cielo,
pero seguidme ahora, el tiempo corre».
Al acto hicimos caso del consejo
y fuimos tras sus pasos con premura.
Me di cuenta en aquel justo momento
que íbamos escaleras para arriba,
y desapareció ésta al sentir miedo.
IX
Al vacío caí profundo y negro.
Pensé había llegado mi última hora
y sentí paz en mi conciencia al pronto.
El grito desgarrado de la boca
de Orada aún oí desconsolado
y de Mara su risa triunfadora.
Fui por ventura a dar entre cojines
en un salón cubierto con alfombras.
Se hallaban las paredes con espejos,
hasta el techo también, sin otra cosa.
¿Cómo podía haber parado allí?,
me pregunté, no pude ver la forma.
Cerrado estaba todo aquel recinto;
no había puerta ni ventana sola
para poder salir de aquel lugar.
Pasaron los minutos, quizá horas,
pues era mi noción del tiempo nula.
Temblaba ante la pura idea espantosa
de quedar para siempre allí encerrado,
viendo mi triste imagen silenciosa.
X
Levanté los cojines y la alfombra,
era el suelo también todo de espejo.
La angustia me invadía toda el alma,
pero una enorme rebeldía el pecho.
Con un cojín me cubrí la cabeza,
con furia arremetí contra el espejo
y se rompió éste en miles de pedazos.
Rodé un momento por el duro suelo
del contiguo salón, libre ya y sano.
De marmol un altar se hallaba al centro,
donde había una estatua fea, horrible,
medio animal, con grandes, finos cuernos,
con uñas y pezuñas, largo rabo,
pobladas cejas, ojos muy pequeños;
saliendo los colmillos de las fauces,
estaba jorobado y contrahecho.
La expresión repugnante de su rostro
escalofrío daba sólo al verlo.
Sería una figura evocando
algún extraño ser de los infiernos.
XI
Con cuidado observé el lugar aquel.
No se veía puerta allí tampoco
que la huida me pudiera permitir.
Vi algo en el suelo relumbrar al pronto.
Me incliné a recoger aquel objeto,
era un pequeño espejo en plata y oro.
No vi al mirarme en él, mi propia imagen,
sino que reflejada en él tan sólo
estaba,la figura aquella horrible.
Era un espejo de valor, hermoso,
pues estaba adornado con diamantes
en el mango, en el cerco, intensos,rojos
rubíes y granates fulgurantes.
Una leyenda había escrita al dorso:
«El genio soy, rey del horror y el pánico,
quien mirarme se atreva a los ojos
sin que sienta el pavor, seré su esclavo
y su orden cumpliré bien, justo y pronto».
Giré el espejo y contemplé en su luna
la figura terrible como un ogro.
XII
Cierto temblor sentí que me invadía
al mirarme en sus ojos fijamente.
Una instintiva sensación de miedo,
como si cerca andara ya la muerte.
Mas algo en mí se reveló al instante
como una rabia que me hizo fuerte
y con furia gritarle pude al genio
con todo mi desprecio: «¡De mí vete!».
Y desapareció al acto su imagen.
Solo me vi, grité: «¡Genio, tú mientes,
que la leyenda del espejo reza,
debes mi esclavo ser y obedecerme!
¡Así pues, torna de inmediato aquí!».
Apenas hablé estuvo ya presente
diciendo: «Me mandastes tú marchar».
«Verdad es, y razón sin duda tienes,
genio, le dije, pero has de ayudarme:
Mi amante junto a mí deberás traerme,
(usando si lo tienes tu poder)
que en peligro seguro está de muerte».
XIII
«Tu voluntad sea hecha mi señor,
mas te diré, que no me pierdas nunca,
seré tu siervo así durante un año.
Mi libertad será luego absoluta
para volver al reino de los míos,
libre ya del espejo mi figura,
como libre soy ahora del altar».
Miré, de alguna forma o bien diablura
se había del altar ido su estatua.
Orada apareció. Amor y ternura
en nuestros besos y caricias hubo.
«De aquí saldremos, dije, sin más duda».
Mas contestó una voz detrás de mí:
«En tu mundo te esperan desventuras
Sauri, quédate aquí, haz feliz a Orada».
«Sería por mi parte una locura,
respondí, al ver de nuevo a Vera y Mara.
Ciudad esta que extraña, tan absurda,
que no es para vivir seres humanos,
ni tampoco otra vida en forma alguna».
XIV
«Os llevaré al jardín de las delicias,
donde se gozan todos los deseos
sin trabas ni frontera, eternamente,
y no existe el dolor, tiempo ni miedo».
Así habló Mara y Vera replicó:
«Sigue el destino de tu vida cierto.
Seducir no te dejes por promesas.
Para salir del mundo de los sueños
has de llamar a tu conciencia. ¡Pronto!
Antes que os cubra de la muerte el velo».
Una luz de repente hirió mis ojos.
A Orada dije: «Hay que salir huyendo».
Corrimos hacia aquel claro de luz,
pero enlodado estaba ahora el suelo
y sin poder andar nos resbalábamos,
nos esforzábamos, mas eran lentos
nuestros pasos y estábamos cansados,
abandonados en el mismo infierno.
Seres horribles riendo nos miraban,
queriendo con sus manos detenernos.
XV
Golpeábamos para defendernos,
pero dábamos siempre en el vacío.
Se obscureció al pronto aquella luz.
Íbamos por un túnel negro y frío,
palpando por las húmedas paredes.
Seguimos sin saber dónde, perdidos
en aquel laberinto, dando vueltas.
Oíamos lamentos y quejidos
de seres que estuvieran padeciendo,
bien por enfermedad, quizás heridos,
pero no había cuerpos, sólo espíritus
llorando para siempre al infinito.
Saqué el espejo y le ordené aquel genio
nos devolviera al mundo de los vivos.
«Lo siento, pero tal saber no tengo,
dijo. Tan sólo el gran poder divino
conceder puede semejante cosa».
«¿Cual es entonces tu saber? ¡Cretino,
que me ibas a servir tan bien y tanto!»,
le pregunté bastante enfurecido.
XVI
«En el mundo real y en el ficticio,
el poder de mi magia es bueno y grande.
Sólo saltar no puedo de uno a otro.
Si me llevas, podré bien ayudarte».
«¿Cómo poder tornar a lo real
si el salir desconozco de esta parte?».
«Perdonad, pero, ¿cómo habéis venido?».
«No lo sé, quizá fue por malas artes
de algún hado o espíritu maligno».
«A investigar iré cómo se sale»,
comunicó mi genio y se marchó.
«Debe de haber seguro alguna clave
que nos haga salir de este lugar»,
habló Orada y noté que en su semblante
estaba dibujado el miedo pánico.
La calmé con caricias de amor suave.
Al espejo volvió de nuevo el genio
diciendo: «¡Pronto, antes que sea tarde,
debéis salir por la conciencia abierta
hacia la luz vital, en este instante!».
XVII
Nos vimos de repente bajo el agua
y con fuerza hacia arriba buceamos,
hacia la claridad de superficie.
Orada no podía, y con un brazo
rodeé su cintura, en un esfuerzo
grande y último para salir salvos.
Acto seguido vimos como el sol
con intenso fulgor brillaba en lo alto.
En el desierto estábamos tendidos,
de una loma a la sombra resguardados.
Parecía que hubiésemos dormido,
y sin saber por qué nos abrazamos.
Latente y vivo era el recuerdo crudo
de aquella pesadilla o sueño extraño.
A narrar empecé el sueño a Orada
y prorrumpió ésta en silencioso llanto,
pues lo había vivido también ella.
Comimos y bebimos un buen trago.
No era el desierto ahora tan de arena,
en dura tierra habíase tornado.
XVIII
Emprendimos la marcha nuevamente.
el desierto acabó después de un monte
y fértil empezaba a ser la tierra.
Seguir debíamos la ruta norte
para al país llegar de Amitasar.
De la calor del sol y sus rigores
a resguardarnos fuimos en los árboles.
Allí hacía más fresco, había flores.
En mi bolso busqué el zafiro de agua.
Sorprendido quedé, cuando de golpe
mis manos encontraron el espejo.
Lo saqué, y a la luz, en cien colores
resplandecieron las hermosas piedras
conque estaba adornado, con primores
de orfebrería. ¡Era una bella joya!
Me miré y reflejada mis facciones
vi, sin más rastro del horrible genio,
pero con qué argumento, qué razones
podrían explicar que allí estuviera.
Verdades hay que a la razón se esconden.
XIX
Quedó también Orada muy asombrada
cuando del sueño vio el mágico espejo.
«¿Cómo es posible cosa semejante?,
dijo, y preguntó: ¿Es éste el verdadero?
Lo cogió luego para en él mirarse,
pero tan sólo vio su rostro bello.
¿Será el mismo? Parece ser normal.
Más extraño es soñar con todo esto
y en la realidad verlo más tarde».
«Es verdaderamente un gran miterio,
pero el genio parece ya haberse ido,
dije, y pensando me quedé un momento.
¿Qué pasaría si pidiera ayuda?».
«Atrévete a llamarlo y lo veremos»,
dijo Orada queriéndome dar ánimos.
Llamé al genio de faz y cuerpo horrendo
y en la brillante luna surgió al pronto.
«Cumplirás al instante mis deseos,
dije, y le ordené: trae dos caballos,
para montarlo, el adecuado atuendo».
XX
Pronunciadas que fueron mis palabras,
aparecieron dos hermosos potros.
Quedamos asombrados y contentos
de poder continuar de mejor modo
el larguísimo viaje hasta Sicón.
Por terminado dimos el reposo
y a caballo emprendimos el camino.
Íbamos cabalgando cuando al poco,
vimos al lado del sendero un viejo
mover los brazos y pedir socorro:
«Perdonad, dijo, pero me han robado
los bandidos mi carro y todo el oro
y hasta Sicón no sé cómo llegar,
pues estoy de esta pierna un tanto cojo».
Junto a mí en el caballo lo monté,
que parecía ser un hombre honroso.
Le pregunté qué hacía en tal paraje
y cómo se atrevía a viajar solo.
Nos dijo, que en la lucha que tuvieron
los bandidos mataron a su mozo.
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