Portada
© Rodrigo G. Racero




EL CUENTO SOÑADO


CANTO 4

I Se me hizo el tiempo hasta llegar eterno. Me libraron al fin de mis amarras. Dolorido bajé de mi montura. Fué en verdad mi sorpresa grande y tanta, que anonadado me quedé al abrir mis ojos; una bella ciudad mágica se presentó ante mí resplandeciente, con palacios y torres de oro y plata. «¿Qué es esto?, pregunté, ¿dónde me encuentro?». Nadie me respondió. De una cercana casa salieron unos seres raros, con grandes ojos y cabeza calva, y un cuerno les salía de la frente. Me cogieron y a punta de sus lanzas me condujeron a un palacio hermoso. Entramos al salón donde una estatua enorme tras del trono se veía. Al mirar bien aquella mole blanca, vi que representaba al rey Esiri. Sentí que el miedo me invadía el alma. II En el trono sentado, él mismo estaba. «De mi derrota tú eres el causante, dijo, brillándole en los ojos la ira. La estatua aquella era, pensé, más grande que la puesta en su tumba al morir. Se abrió en mi mente un gran interrogante: ¿Cómo podía estar el hombre vivo? Leo tu pensamiento aunque te calles, continuó hablando el rey Esiri, sonriente ahora. ¿Por qué magia, suerte o arte habrá podido éste eludir la muerte? Preguntándote estás en este instante, y no sabes qué hacer para explicarlo, ni tampoco qué harás para escaparte». «Saber desearía qué ha pasado». «Nadie puede decirte ni ayudarte, la decisión es tuya únicamente, por la razón de ser tú el responsable». «Si, yo debo buscar la solución, aunque en hallarla, algún tiempo me tarde».






III Estaba en una situación difícil. Ignoraba qué hacer para librarme. Rodeado de aquellos raros seres que tenían un aspecto amenazante. «Llevadlo a la mazmorra más profuda y allí encerradlo bajo siete llaves», dijo el rey con los ojos llenos de ira. Grilletes me pusieron al instante y me arrojaron en la celda oscura. Otra vez con mis huesos di en la cárcel. Sería esta vez ardua la escapada. Un rato se pasó bastante grande para en la oscuridad llegar a ver. Todo era irracional y delirante: Los muros impregnados de humedad y del techo colgaban los cadáveres de algunos anteriores prisioneros. Era una situación desesperante. A tantear me puse las paredes. Noté que se movía en una parte. IV Presioné con más fuerza y terminó cediendo hasta dejar una abertura, por la que bien podía una persona pasar. No lo pensé, y sin miedo o duda que me pudiera retener, pasé al otro lado a la mayor premura. Era una celda igual a la anterior. No se veía allí persona alguna. Debía de tener también salida. Las paredes toqué, hasta advertir que una, en un sitio preciso estaba floja. Empujé y se abrió al pronto una ranura. Con rapidez por ésta me introduje y me hallé, cosa fuera de locura, en la idéntica celda, en forma, de antes. Así fui de una en otra, siempre justa, precisa, iguales eran todas ellas, como una pesadilla o quizá burla que en mi sueño se había introducido. Pudiera parecer cosa de brujas.






V Esqueletos tirados por el suelo, huesos había y calaveras sueltas. Me encontraba extenuado, me senté en un rincón de aquella extraña celda y acurrucado me dormí en mi sueño. Cuando me desperté, vi las cadenas que mis manos ataban fuertemente y pensé que sería mi condena rotunda y en verdad difinitiva. Como pude me alcé, quedé a la espera de que algo, alguna cosa inusitada, distinta, insólita, al final viniera a librarme de aquella situación. Apenas para andar tenía fuerzas. Tambaleándome inicié unos pasos hacia adelante, con mi gran flaqueza no podía pensar en nada, aparte del hambre que tenía; en mi cabeza sólo había sabrosos alimentos y el temor también, de una muerte cierta. VI De un lado para el otro estuve andando. Bajo mis pies se abrió de pronto el suelo y con espanto fui a caer al fondo. Contra algo blando fue a tocar mi cuerpo, a la vez que oí un grito de sorpresa. A derecha miré, a izquierda, al techo, mas no advertí que alguno hubiera allí. Me daba cuenta ahora, en tal momento, que había dado en un montón de paja con mis bien pobres, doloridos huesos. Vi de repente que se alzó una sombra allá, de la mazmorra al otro extremo; avanzaba despacio, cautelosa, con mucha precaución o quizá miedo. Seguro la figura era de un hombre que hacia mí dirigíase derecho. «¿Quién eres?», pregunté con firme voz. «Todo el que aquí se encuentra, es prisionero del rey Esiri, y no hay forma de escapar. De tener compañía estoy contento».






VII Familiar me era aquel tono de voz, e inquieto pregunté: «¿Cómo te llamas?». «El nombre que me diste fue Deferle, y tú, aunque no te veo bien la cara, creo eres Sauri, el héroe del cuento». «¡Por Dios! ¿Cómo es qué, en este lugar te hallas?». «Aquí me veo porque aquí me has puesto. Mas, ¿cómo ha sucedido tu desgracia?». «Para vencerlos ofrecí mi ayuda. Sufre el pueblo los robos de la banda. Tal vez erré al venir aquí yo solo». «Fuiste a conseguir unas manzanas, dijo como pidiendo explicación Deferle, para así salvar a Orada». «Si, pero me cogieron prisionero unos magos amigos de Sagara. Al final ellos me dejaron libre. El rey Esiri quedó hecho una estatua, y resulta que ahora está con vida. Por él mi situación es desolada». VIII «Lo que ha acontecido saber quiero Deferle, pues que todo yo lo ignoro». «En vano fueron todas las batallas. Mucho duró la guerra, la paz poco, que a la vida volvió Esiri y con él regresaron conflictos, nuevos odios». «¿Pero cómo tornó Esiri a la vida?». «Extraños seres son, muy misteriosos, los que lo despertaron a la vida. Desconocida su arte es por nosotros. Roboamos se llaman y obedecen a ciegas al rey Esiri, como locos, y no temen perder por él la vida, pues que la recuperan unos de otros, los de esa raza tienen ese don». «No puedo comprender la forma o modo que haga posible semejante cosa». «Estos son fieros, verdaderos monstruos. Pueden soltar un rayo por el cuerno que tienen, y dejarte muerto al pronto».






IX «¿Te refieres al cuerno en sus cabezas?». «Exacto, ahí está todo su poder». «¿Y tú, cómo es que estás encarcelado?». «Por mi intento de hacerle al pueblo ver, que es necesario sublevarse pronto y nunca consentir un rey tener, que es un usurpador y gran tirano». «Valiente por tu parte es el querer alzar al pueblo contra el rey, mas falso publicarlo y así hacerlo saber. Con Adur ¿qué ha pasado? ¿Vive aún?». «Muerto está, al no quererse someter. Dicen que de una enfermedad murió, pero nadie ha podido eso creer. Que lo han envenenado es lo más cierto». «¿Y Kadibar, el príncipe, qué es de él?». «En Karama gobierna con justicia. Alerta está, ya que sospecha ser por las huestes del rey Esiri invadido, y no quiere dejarse sorprender». X «Señor intenta ser de los dos reinos Esiri. ¿Y los chabridos, también viven?». «En una fosa fueron enterrados, y por lo que la gente cuenta y dice, licuados se quedaron con la tierra, que nunca más hallarlos fue posible. Si malos eran los chabridos, más aún los roboamos, invencibles, pues que éstos nunca mueren, inmortales son, algún dios extraño los concibe». «Tenemos que escapar de esta mazmorra». «Es eso poco menos que imposible, Sauri, pues has formado un laberinto, y lo que todavía es más increíble, de ponerle salida te olvidaste». «No te entiendo, ni sé bien lo que dices. Si salir no logramos, somos muertos». «Piénsate el modo de huir y lo describes, la única forma es de salvar la vida, mejor sería si antes te lo escribes».






XI ¿Cómo poder buscar una salida?, pensaba, estando hambriento, encadenado, sediento, flojo y flaco sin más fuerzas. Sabía que debía hacer algo para intentar de allí evadirnos presto. Serio Deferle se quedó callado. Había expectativa en su semblante. Me miré en él durante un largo rato, escruté en su mirar mi pensamiento con inquietud buscando y azorado, la mejor solución para escapar. Me sonrió y pareció más animado al advertír en mí mi decisión. «¡Date prisa hombre y no tardes tanto!», dijo Deferle ahora ya impaciente. «Te piensas que soy un brujo o quizá un mago», le dije sin dejar de cavilar. «No puedes siempre estar así dudando si lo has de hacer de esta o aquella forma. Haz un plan, sea más bueno o más malo». XII «¿Te ponen algo de comer?, Deferle». «Un poco de pan duro y algo de agua». «¿Y cuándo es que lo vienen a traer?». «Según dice mi estómago, ya tarda. Creo debe de estar aquí bien pronto». Pasos sentimos, alguien se acercaba. Pensé era lo mejor que no me viera. Me oculté contra el muro entre la paja. Al fin apareció allí el carcelero, en la mano una extraña luz muy blanca. «Sauri se ha escapado de su celda, mas no le valdrá truco aquí, ni magia». Se acercó hasta la reja y con aquella brillante luz intensa, me buscaba, alumbrando por todos los rincones. «Seguro lo ha librado alguna hada», dijo Deferle en tono algo burlesco. «Pagará su osadía esta vez cara», vino a decir con odio el cancerbero, se le advertía rabia en la mirada.






XIII «Debe de estar aquí sin más remedio», dijo obstinado aquel guardián tozudo. «Óyeme, si me traes de comer, pudiera algo decirte de seguro», le propuso Deferle en voz muy baja. Miró entre sorprendido e iracundo, con una cierta desconfianza el hombre. «No vivirás si me engañas, mucho», advirtióle éste en tono amenazante. Con la vista indicó Deferle el muro. Dirigió hasta allí el otro la mirada, de mi cuerpo notó en la paja el bulto. Se extendió una diabólica sonrisa que iluminó su cara. Resoluto buscó las llaves y la verja abrió. Con suaves pasos y cuidado sumo, hasta donde yo estaba fue acercándose. Me alcé de un modo inesperado y brusco. Rodeé la cadena de mis manos en su robusto cuello y formé un nudo. XIV En ayuda acudió Deferle pronto, lo sujetó con fuerza por las piernas, al suelo entre los dos lo derribamos. De tal forma cayó, de tal manera, que se dio en la cabeza y quedó muerto. Abrimos con sus llaves las cadenas de nuestras manos y quedamos libres. Para que nadie su cadáver viera, entre la paja fuimos a ocultarlo. «No se te olvide de cerrar la puerta», dijo el viejo Deferle al tiempo de irnos. Andábamos despacio y con cautela por aquel lugar húmedo y oscuro. «Si nos cojen, a muerte la condena será, que no consiente oposición el rey más poderoso de la tierra», mi viejo amigo comentó muy serio. Tenemos que escapar sin dejar huellas, pensaba, y no sabía cómo hacerlo. La lucha contra el Mal, es lucha eterna.






XV Bajamos escaleras, y pasillos oscuros recorrimos en silencio. Con la luz del guardián nos alumbrábamos. Perdido había la noción del tiempo. A un gran recinto al fin desembocamos. Una luz mortecina lucía al centro, en lo alto de una especie de farol. Celdas había alrededor y cientos de personas en ellas encerradas, hacinadas; se oían los lamentos de aquellas esqueléticas figuras. Un nauseabundo olor a excrementos se extendía por todo aquel contorno. «¿Cómo puede haber tantos prisioneros?, dijo Deferle la nariz tapándose. Quien a Esiri se opone es hombre muerto», preocupado concluyó mi amigo. «Debemos de librarlos al momento», propuse, y esperé su aprobación. «Sí, pero tienes que pensar primero». XVI «Pensar, ¿el qué? ¡Tenemos que salvarlos!». «¿Y qué vamos hacer con tanta gente?». «Quizá nos puedan ayudar más tarde». «Necesitamos hombres que sean fuertes, y estos no pueden sostenerse en pie». «Pero en sus almas llevan la simiente del odio acumulado contra Esiri. Haremos de ellos buenos combatientes». «Apresurémonos abrir las puertas, ya que lo has decidido así», Deferle dijo, poniendo mano a la obra al pronto. Extrañados miraban e impacientes a la vez por salir, los prisioneros. Emprendimos la marcha. Yo iba al frente, todos seguían tras de mí esperando la libertad. Ahora era consciente de que obligado estaba a liberarlos del tirano poder y de la muerte. Pasamos corredores y otras naves, cuando surgieron tres extraños seres.






XVII De los llamados roboamos eran, pues de la frente un cuerno les salía. Emitieron un rayo de repente que al que tocó, allí dejó la vida. Nadie se amilanó. Avanzamos todos como un alud de rabia incontenida, arrollando a los tres horribles entes. Hallar al fin pudimos la salida tras haber pasado unos recovecos. Una reja evitó al pronto nuestra huida, que ante nuestras narices desde el techo vino a caer, llenándonos de ira. ¿Cómo poder salvar aquel obstáculo? Solucionarlo con presteza, aprisa debía hacerlo, pues urgía el tiempo, que con nosotros dar no tardarían. Desconcertados me miraron todos. Observando advertí en el muro, arriba de éste, una especie de oquedad o nicho, y uno, una manivela allí movía. XVIII Miró hacia abajo el hombre y se asustó al advertir que estaba descubierto. Los unos a los hombros de los otros para hacer una torre se subieron, y así alcanzar al que cerró la puerta. Vino éste de cabeza a caer al suelo en la pelea junto con los otros; sangrando quedó allí tendido y muerto. De nuevo aparecieron los cornudos roboamos expulsando el mortal fuego. De los nuestros subió uno aquella reja y todos escapamos al momento. Nos ocultamos en el bosque próximo. Tuvimos que dejar algunos muertos, pero la mayoría estaba a salvo. «Debemos alejarnos por completo de estos tan peligrosos andurriales, pues tendremos muy pronto un buen ejército de roboamos tras nuestros talones», dijo Deferle preocupado el gesto.






XIX Alguno dió la voz de alarma, al ver que venían de cierto tras nosotros los malditos y extraños, feos seres, horribles además y peligrosos. «De aquí huyamos deprisa, más que rápido», opinaron algunos temerosos. El cielo se cubrió de nubes negras. Un viento huracanado se alzó al pronto. Los roboamos cada vez más cerca. Los árboles chirriaban quejumbrosos doblegando sus ramas ante el fuerte, arrollador, potente y tempestuoso soplar del dios Eolo inexorable. La idea cruzó mi pensamiento loco: Los árboles debían defendernos contra el peligro que se hallaba próximo. Aún más poderoso arreció el viento. Las ramas desprendiéronse del tronco de uno, después de otro de los árboles, y sucesivamente así de todos. XX Arrojaban los árboles sus ramas igual que lanzas contra los roboamos, que caían al suelo, con gran fuerza golpeados por éstas. Extrañados los demás contemplaban boquiabiertos aquel maravilloso espectáculo. Se defendían emitiendo fuego las horrendas criaturas. Con espanto vimos como empezaba arder el bosque. El terror se adueñó de nuestros ánimos. Las nubes se rajaron en el cielo; cayó la lluvia, el fuego fue apagado antes de que llegara a extenderse. Todos huimos poniéndonos a salvo. Uno de los librados nos condujo a un seguro lugar donde ocultarnos; fuimos por un camino, era secreto, tuvimos que jurar no delatarlo. El guía se paró, y algo intranquilo miró de un lado a otro desconfiado.

Subir
Elegir otro canto



Portada

© Rodrigo G. Racero