I
Por dististos caminos se marcharon
todos, para buscar el raro anillo.
Quedé con Kadibar y <Todonada>
sin intentar moverme de aquel sitio.
«Todo en todo está, todo lo que existe»,
pensé abstraído, inmerso en mí mismo.
<Todonada> debía preguntar
a la materia y a los seres vivos.
Fue y habló con la tierra, el aire, el agua
y el fuego, mas ninguno lo había visto.
Preguntó a animales y a las plantas...
Hasta que al fin un árbol habló y dijo:
Que lo había robado un cuervo negro
del taller del orfebre (un edificio
extraño, oculto en el profundo bosque).
lo llevó al monte, allí estaba escondido
hacía largo tiempo, entre las rocas,
junto con otras cosas de gran brillo.
Debíamos subir a lo alto el monte,
aunque era peligroso aquel camino.
II
El anillo teníamos que hallar.
Calor hacía, el sol lucía ardiente.
Subimos una senda pedregosa.
Marchaba Kadibar con ritmo fuerte,
al frente, decidido a encontrar
la sortija, que el colmo de su suerte
sería, si pudiera desposar
a la princesa. Él era bien consciente
de la enorme importancia que tendría,
de ser el agraciado pretendiente.
Vueltas dimos durante muchos días
sin el lugar hallar. El rey impaciente
estaba, y no sabía qué hacer.
Se tornó <Todonada> en una liebre
y el monte recorrió tras el anillo.
El cielo cruzó el cuervo de repente.
La liebre se ocultó al observarlo,
traía en el pico algo reluciente.
Graznó y se paró encima de una roca,
fue después bajo ésta a esconderse.
III
Tras pasar un momento salió el cuervo
de nuevo y emprendió el vuelo raudo,
y desapareció tras la colina.
La liebre se formó un muchacho y cauto
miró hacia todas partes sin ver nada
de lo que estar pudiera desconfiado.
Hasta nosotros vino, que escondidos
en unos matorrales le esperábamos.
«Sé donde el cuervo guarda su botín»,
nos dijo <Todonada> con gesto algo
orgulloso al haber hallado el sitio.
Kadibar se alzó presto y dijo: «¡Vamos!».
Nos acercamos a la roca, alerta
siempre, mirando al cielo como al llano.
Kadibar se inclinó y vió numerosas
joyas brillar entre alacranes tantos,
apiñados, que cosa era imposible
nada coger con las desnudas manos.
Allí estaba el anillo de esmeralda,
objeto de su suerte. ¡Tan cercano!
IV
En derredor miró, buscando algo
con que apartar aquellos escorpiones.
Nada pudo encontrar que le ayudara.
Sacó su espada y con rabia enorme
a pinchar comenzó a los arácnidos.
No terminaba de matar el hombre,
parecía que siempre más había.
Desesperado maldecía a voces.
Aún fue más adversa la fortuna,
que apareció entre grises nubarrones
el singular cuervo graznando fiero.
Nos atacó con furia, pero entonces
se transformó en un rocho <Todonada>
y arremetió contra él con ira doble.
El cuervo huyó espantado por el cielo
y se perdió por el espeso bosque.
Surgió después una bandada de ellos,
llegaron agrediéndonos de golpe.
Contra tantos, el rocho no podía.
Retirarnos debimos a la postre.
V
Había que adueñarse del anillo,
teníamos que hacer un nuevo intento.
Por la noche volvimos a aquel sitio.
Portamos una antorcha y con el fuego,
pudimos ahuyentar los alacranes.
No aparecieron ésta vez los cuervos
y coger pudo el rey al fin la sortija.
Armaduras vestíamos de hierro,
y buena fue ésta idea, pues más tarde,
al entrar en el bosque hondo y negro,
atento nos miraba serio el búho,
que éste nos delató de cierto al cuervo.
Apareció éste por sorpresa, al pronto.
Graznando con su pico nuestros cuerpos
intentaba dañar, herir, matar
quizá, pero era en vano sus esfuerzos,
que el arnés nuestras vidas protegía.
Al fin llegamos a Sicón contentos,
y derechos nos fuimos a palacio
para esperar allí el feliz momento.
VI
Amaneció, era un día azul y claro.
Se engalanaba el pueblo, hacían fiesta,
que había terminado ya el tiempo
y tenían que estar pronto de vuelta,
aquellos que partieron a buscar
el anillo y el amor de la princesa
Melasada. Algasir y otras figuras
en el palacio estaban a la espera.
Se presentaron todos, unos y otros
confesaron turbados, con vergüenza,
que habían fracasado en su intento.
Toda la gente estaba triste y seria.
Aún faltaba Kadibar, el rey
de Eruland, pues éste el último era.
Al pueblo le quedaba esa esperanza,
y expectante esperaba que viniera.
En el salón entró con decisión
la figura del rey, gallarda, esbelta.
Se acercó a la princesa y la miró
fijo, después se arrodilló ante ella.
VII
«Entregaros deseo la esmeralda
que hará resplandecer vuestra hermosura,
con ella, dijo Kadibar solemne,
nunca saldrán en vuestra piel arrugas,
y vuestra juventud será eterna.
Se alzó, y besó su mano con ternura,
al tiempo que le puso la sortija.
«Tu eres el vencedor, su mano es tuya»,
dijo Algasir, y todos aplaudieron.
No había en absoluto duda alguna,
en los próximos días habría boda
y al fin las dos coronas serían una.
Feliz estaba el pueblo y contento.
La paz parecía ahora más segura.
Tres días largos fiesta hubo en Sicón.
También hicieron fiesta sin mesura
en Karama, y la gente se abrazaba
y lloraba contenta. La locura
había terminado de la guerra.
Se esperaba en paz, tiempos de ventura.
VIII
De retirarme era el momento justo.
Estar podían todos satisfechos.
No se sabía nada del rey Esiri,
tampoco de la bruja. Quizá muertos
estén, al parecer lo más probable
era, aunque nunca nadie estar cierto
puede, de lo que pase en la ficción.
Sólo la fantasía mueve el cuento,
y lo más increíble en él, es viable,
pues que el Bien es, igual que el Mal, ciego.
Deferle y Eldaré, Algasir, Tamare...
Todos ellos quedaron en el reino,
generales nombrados y ministros.
Tan sólo penetrar en el secreto
debía, de la torre de marfil.
Con Talmo me tenía que ir de nuevo
a su cabaña, donde estaba la hierba
que desvelaba la verdad del sueño.
Hallar a Orada ahora, era el único
deseo que inundaba el pensamiento.
IX
El camino emprendí junto con Talmo,
sintiendo en mí el anhelo y la esperanza
de poder ver al fin a mi amante.
La noche se extendió en el tiempo, larga
en la meditación profunda, intensa,
del sentimiento que me inunda el alma.
A galope tendido entre tinieblas
que nublan mi cerebro y lo empaña.
Llegamos al romper la luz del día
a la vieja y decrépita cabaña.
Cumplir debía Talmo su promesa.
Preparó con cuidado la hierba rara,
de sabor agridulce, que da paso
a un insólito sueño de fantasmas.
El lugar de la torre de marfil
estaba en aquel mundo, en la montaña.
A mi vista se abrieron dos caminos,
y el de la derecha iba hasta Orada,
encerrada allí hacia tanto tiempo,
en la torre enigmática y blanca.
X
Un gran esfuerzo hice y subí el camino.
La niebla comenzó a inundarlo todo.
Muy mal veía, sólo vislumbraba
algo, un tanto impreciso, como amorfo,
un castillo con blanca, extraña torre.
Penetré y recorrí con cierto enojo
las singulares salas de aquel sitio.
No encontré a nadie, todo ilusorio
me parecía, ningún rastro de Orada,
pero creí observar sus negros ojos
y oír su dulce voz que me llamaba.
De un modo brusco desperté, y sólo
vi ante mí la figura de mi madre,
que me sonreía con su amable rostro.
«Los niños se han marchado descontentos.
Dijistes de contar un cuento, y al pronto
te quedaste dormido hasta ahora mismo».
No salía en verdad de mi asombro.
¿Había sido todo sólo un sueño?
Ensimismado me quedé y absorto.
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