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© Rodrigo G. Racero




EL CUENTO SOÑADO


CANTO 10

I De mi bolsa saqué al ratón con tiento, debía procurar no hacerle daño. No faltaría mucho ya, y la virgen, mujer hecha, estaría a mi lado. Alcé la vista al cielo, el sol lucía, hermoso el día azul intenso y claro. De repente la virgen surgió plena. Parecía aturdida, y con cuidado me acerqué a ella, y la sostuve atento. «¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú, y qué ha pasado?». «Descansa y cálmate, le dije. Piensa que estás en libertad, pues te ha salvado de las garras de Esiri <Todonada>. Nos tienes que entregar el sable mágico. Esta vez no te puedes negar a ello, que una amenaza son los roboamos». «Sí, creo que razón sin duda tienes, pues no parecen ser seres humano». «Marchemos presto, cuanto antes mejor. El sable he de tener pronto en mis manos». II Llevábamos un rato por las peñas. Parecía dudar ella del sitio que con afán buscaba, algo turbada se hallaba. Mucho había padecido. Con atención palpando iba las rocas. Vino al fin a meter sus dedos finos en una estrecha y larga hendidura. Hurgó un momento, algo sacó, era liso, brillante y de metal. Extraña cosa. «¿Qué es?, pregunté, ¿por qué estaba escondido?». No respondió, tan sólo dijo: «Sígueme». Hacia la próxima colina fuimos. Fue inspeccionando aquí también la roca. La miraba y buscaba algún indicio que comprender me hiciera lo que hacía. Sus gestos parecían indecisos. De pronto se paró y metió en un hueco aquel objeto raro e inaudito. Varias veces giró éste, a un lado y otro. Creía era un arcaico, oculto rito.






III Sucedió entonces algo increíble: Se abrió aquella pared de dura roca, produciendo un chirrido escalofriante. Asombrado miré, mi mente loca no asimilaba aquel hecho fantástico. Por la abertura entró la virgen sola. Ante mí estaba la secreta cueva donde el espíritu de Arese mora. Impaciente me hallaba y dudaba, que mi curiosidad no era poca, de pasar dentro y ver lo que allí había. Me atreví al fin de una vez por todas. Entré, una plena obscuridad reinaba allí, quise llamar, mas de mi boca no salía sonido alguno, mudo estaba, sin saber por qué, ¿qué cosa había motivado aquello? Miedo sentí que me invadía el alma ahora. Intenté conservar sosiego y calma, y a la virgen hallar sin más demora. IV Andaba sin saber cómo ni dónde. De repente oí voces; cerca estaban quienes hablaban, pero no entendía lo que decir querían las palabras. Creí reconocer aquellas voces. Seguro estaba ahora: Vera y Mara: La verdad y mentira de la vida, el odio y el amor que peleaban. «¿Por qué irrumpís siempre en mi sueño? Vuestra conducta de verdad me enfada», dije, mas mis palabras no se oían, y es que era, que sólo las pensaba. «Te enfada tu propia ineptitud, y el escaso valor de ésta tu fábula». «¿Por qué mi atrevimiento reprocháis? Si no es más buena, pues será más mala. Ahora tengo que encontrar la virgen». «¿La has perdido?», se oyó una carcajada, mas otra voz benévola me dijo: «Persevera, prosigue con tu trama».






V «¿Cómo podrás llegar vencer al Mal?, me continuó diciendo Vera, ¿cómo?, si éste es del mismo Bien inseparable; ramas de un único árbol son. ¡Dios! Todos llevamos en nosotros ambos gérmenes». «Con la ayuda del sable, ojo por ojo». «¿Qué diferencia hay entre el Bien y el Mal, si el Bien combate al Mal, de igual modo?». «No hay otra alternativa de ganar la paz, y de verdad que lo deploro». «No puede ser la virgen de ti cómplice que su deber sagrado es ante todo, defender siempre a la especie humana». «Pero los roboamos son demonios venidos de un lejano, extraño mundo. De mi parte has de estar, ruego y te imploro». «Decisión de la virgen es el sable darte para la guerra, de nadie otro». «Llévame por favor donde se halla ella, pues que su huella he perdido hace poco». VI Una luz de repente vi, allá al fondo, y avancé decidido y solo hacia ella, pues Vera y Mara habíanse esfumado. Ante un altar, postrada sobre tierra, dentro un espacio iluminado estaba la virgen, extenuada y como muerta. Pena me dió su joven hermosura. Había encima aquel altar de piedra una urna, en su interior el sable mágico. En un nicho una estatua había guerrera, la figura será, pensé, de Arese. Me acerqué poco a poco, con cautela, ignoraba si alguno me acechaba, o acaso algún peligro allí hubiera. Llegué hasta la urna y levanté su tapa. Como una extraña luz brillante era aquel sable, quizá mágica vara, resplandecía, singular y bella. Sólo la empuñadura no lucía, mas de oro parecía que ésta fuera.






VII Miraba fascinado el sable mágico, lo cogí con respeto por el puño y la luz se apagó que en él lucía. ¿Pudiera ser aquello un artilugio, o era en realidad un serio objeto? Estaba de verdad algo confuso. Yacía aún la virgen inconsciente. La alcé en mis brazos sin esfuerzo mucho, y me fui rápido de aquel lugar. Fuera de allí, fue mi primer impulso de inmediato alejarme con presteza, a mis amigos ver en el refugio, pues sentía una cierta desconfianza. El cuerpo joven de la virgen puro, puse en el suelo y recosté en la peña. De pronto abrió los ojos, justo al punto en que un enorme rocho se posó cerca, de modo repentino y brusco. <Todonada> debía ser, pensé, y en efecto, era él, cierto y seguro. VIII Fijo y con insistencia miré al rocho. «Has de llevarnos, dije, a la guarida. En mi poder se encuentra el sable mágico. La virgen se halla débil, malherida. Graznó el rocho, aprobando alzó las alas. Con la virgen monté sobre él, deprisa, y voló el ave entre los montes, rápida. A la cueva llegamos escondida en la montaña, en donde esperaban todos nuestros amigos las noticias. Con los brazos abiertos y contentos nos recibieron, que por nuestras vidas preocupados estaban todo el tiempo. «¿Es de verdad el sable arma divina?», me preguntó Tamare algo incrédulo. Lo mostré, nada de especial tenía, su aspecto era quizá un tanto extraño. «Su hoja antes, como el fuego relucía. Se apagó cuando lo saqué de la urna». «Tal vez has despertado del dios la ira».






IX «¿Sabrá quizá la virgen el secreto de la luz que ilumina el sable?», Talmo me preguntó. «Ella aún está dormida», dijo Deferle que se hallaba al lado. «¿Qué poder tiene el sable?», Eldaré quiso saber. «Ignoro su valor exacto. No sé cómo emplearlo en la guerra, tampoco si la virgen sabrá usarlo». «¿Quieres decir que estamos igual que antes?, se asombró Kadibar. ¿Cómo es pues mágico?». En ese instante justo abrió los ojos la virgen, en su rostro un gesto extraño al ver desconocidos individuos. Atento me acerqué, cogí sus manos y le hablé con cariño: «Recupérate de tus heridas, come y bebe algo. Talmo te ayudará, que es curandero. Hemos de hablar más tarde en serio y largo». Se retiraron todos discutiendo. También yo quise descansar un rato. X Hablé, pasado que fue un largo tiempo con la virgen, que estaba ya repuesta: «¿Cual, dime, es el poder del sable mágico? ¿Cómo podré con él ganar la guerra? ¿Por qué en la urna lucía y no ahora?». «De ninguna pregunta la respuesta tengo. Tu fantasía será sólo la que solucionar pueda el problema». No es de verdad entonces pues, divina el arma. Mi paciencia desespera. ¿Qué hacer? ¿A quién poder pedir ayuda? Estaba desolado en mi quimera. Miedo tenía de no hallar la forma. Los demás me miraban a la espera, en sus rostros veía desencanto por no saber seguir ésta leyenda. Se levantó Algasir mudo hasta entonces y dijo: «Habrá que actuar, cualquier manera buena es, antes que estar así, inactivos». «Náuseas tengo, y duda en mi cabeza».






XI «¿Dónde se halla tu espíritu guerrero?». «No te des por vencido ni te rindas». «¿Quieres que sea Esiri el vencedor?». Cada uno un argumento me ponía, querían que siguiera en la lucha. ¿Pero dónde encontrar la fantasía que usar con éxito me hiciera el sable? Sentía en mí una gran melancolía. A la puerta llamé de la ficción con insistencia, nadie abrir quería. Mi mente se esforzaba, y buscando iba con mi alma por el sueño y vida la buena solución a mi dilema. Decidí continuar, mas no sabía qué hacer para vencer al cruel Esiri. «Bien, les dije, emprendamos la partida, pero esta vez no os quiero prometer nada, decidirá la ley divina. El gran problema son los roboamos, el derrotarlos, ese es el enigma». XII «Demasiado poder les distes, pienso, a esos extraños seres que creaste, dijo Deferle, son casi invencibles». «Enfrente de un poder, otro más grande se forma siempre para combatirlo». «Razón tienes, actúa entonces si sabes». «La formula encontrar no es nada fácil. En peligro de muerte, cierto a nadie deseo exponer, saldremos pues ilesos de la próxima guerra, con mi sable». «La solución has encontrado, creo, cuando hablas así. Justo en este instante debes de poner manos a la obra». «Si, ataquemos ahora y no más tarde, dijo cerrando el puño con gran rabia Tamare. Destronemos al causante de las desdichas nuestras. ¡Muerte al rey!». «¿Dónde está el fuerte ejército pujante?, Algasir preguntó con risa irónica, que haga verdad el triunfo deseable».






XIII «¡Cuantas veces has dicho de vencer, y ha salido al final, aún más fuerte el enemigo de lo que era!», dijo <Todonada> hecho un joven de repente. «De la maldad del rey no tengo culpa. El Mal ataca, el Bien sólo defiende, dije. ¿Sabe ya Esiri que escapó la virgen?». «Sí, y está que a poco muerde, que explicación no encuentra a tal cosa. Te lo puedo contar si te divierte: Me quedé encadenado allí, igual que ella. Comprobar quiso el mismo rey su muerte. Un cubo de agua derramó en mi cara y no pude evitar estremecerme. Me quiso torturar para que hablara y tuve que esfumarme para siempre, tornado en una miserable hormiga. Se quedó loco, pues que nadie puede desvanecerse de un momento a otro, decía machacón sin convencerse». XIV Prorrumpieron en grandes carcajadas, a Esiri imaginándose enrabiado. Sólo yo estaba serio y pensativo. «Bien, les dije, acabemos el teatro. Tenemos que ponernos en camino. Será mejor hacernos de caballos, pues la distancia a recorrer es larga. En Karama se encuentra el rey, en palacio, y allí debemos ir a combatirlo». Se hizo ave <Todonada> y voló raudo, a la busca se fue de unas monturas. Esperando llevábamos un rato. Al fin aparecieron unos potros. «¿Y <Todonada>, dónde se ha quedado?», maravillado preguntó Eldaré. Un alazán se tornó en un muchacho. «Me he tenido que hacer caballo, así, sin más impedimento, han hecho caso y detrás de mí, todos se han venido. Debemos descansar ahora un rato».






XV Hundido en el profundo pensamiento, la forma persiguiendo o la manera cabal de seducir la fantasía. Enfrente la ciudad, ante sus puertas, después de galopar toda la noche estábamos. Fijar quería la idea mágica, salvadora, clara y exacta. Dibujé con el sable en la tierra un guerrero feroz y sanguinario. «¡Levántate!», ordené, y se alzó de veras. Dibujé uno tras otro, cientos de ellos, todos dispuestos para entrar en guerra. Avanzar les mandé, tomar Karama, y ligeros marcharon con viveza, pues que no conocían ni tenían miedo, tan sólo furia en sus cabezas. Venir les vieron desde la muralla. El cuerno hizo sonar un centinela. Miró Esiri y quedó maravillado al ver aquella masa, inmensa y negra. XVI El rey envió una legión de roboamos a combatir en contra mis guerreros. Con sus rayos de muerte atacaban. Cayeron de los míos los primeros. Montoncitos de tierra iban formando según desboronábanse sus cuerpos. De lo alto la colina entristecido veía el resultado de mi invento. Llenos de asombro me miraron todos, de sus ojos en lo hondo observé el miedo. «¿Qué hacer?, ni tan siquiera el sable tiene potencia destructiva contra ellos». «El sable no es de cierto el responsable, tú, el único culpable eres del cuento», Kadibar sentenció, temor tenía de no recuperar de nuevo el reino. No quise darme por vencido. ¡Nunca! Y en la pared de roca, en el momento, otra vez un guerrero gravé en ella, que a mi orden saltó furioso y presto.






XVII Y sucesivamente así, hice muchos de ellos, y los mandé pronto a la lucha contra aquellos terribles roboamos. Partieron sin tener ninguna duda. Tantos eran, igual que un gran ejército, corpulentos y fuertes sus figuras ocupando ante la ciudad el llano. No reposaban los roboamos nunca, y allí estaban, sus rayos disparando. Mis guerreros, al ser de roca dura, en miles de pedazos se rompieron. La ira me llevó al borde la locura. ¿La buena solución dónde estaría? Torturaba mi mente la pregunta. Nos marchamos a un bosque allí cercano. ¿Dónde encontrar la magia única y justa? A un árbol me acerqué, saqué mi sable y en el tronco pinté firme y segura, la imagen de un colérico guerrero, que marchó lleno de venganza y furia. XVIII Continué haciendo sin querer parar, y más y más siguieron al primero. Estos desboronarse no podían, ni tampoco quebrarse, eran de leño. Acometieron el ataque rápido. Los roboamos salieron al encuentro, emitiendo sus rayos tan mortíferos, que mis guerreros se prendieron fuego. Como enormes antorchas caminaban aquellos grandes y robustos cuerpos. A ceniza quedaron reducidos después que hubo pasado un breve tiempo. Había vuelto a fracasar mi táctica. Dentro de mi alma ardía un infierno. La duda me invadía la cabeza. Desesperado, sin hallar consuelo, de mis amigos me aparté, estar solo deseaba. Pensé en aquel momento acerbo, abandonar, dejarlo todo, romper, tirar el torpe creado cuento.






XIX Despacio se acercó hasta mí Deferle, me miró sólo, sin hablar palabra. «Los demonios del Mal me han vencido, le dije entristecido, mi alma hastiada no quiere continuar. Renunciaré. Lo hasta aquí escrito pasto de las llamas será, y nadie jamás podrá leerlo». Los demás se acercaron, sus miradas se clavaron en mí como puñales. «Sabemos de tu falta de arte y maña, pero cómo nos puedes condenar si culpa no tenemos de tu rabia», habló Deferle, pero su voz era la misma voz de todos, me acusaban de poca valentía al enfrentarme con las contrariedades de la trama. Debía hallar el punto flaco de esos malditos roboamos. <Todonada> dijo que en el costado izquierdo, el sitio era donde al tocarle se paraban. XX ¿Quién se puede arrimar a un roboamo para ponerlo fuera de combate? Nadie puede hacerlo en realidad, pues muerto estaría antes de acercarse. Tenía que pensarme algo nuevo que nos librara de esta gran barbarie. Del bosque nos salimos hacia el monte. «Lo que es en grado sumo irritante, es que Esiri domine los dos reinos, Kadibar dijo, su poder es grande». Bajaba por allí un arroyuelo. Una idea demencial en ese instante, igual que un rayo me cruzó el cerebro: Saqué con prontitud, callado, el sable, y en la orilla cavé la forma fiera de un temible guerrero cual gigante. Un canalillo abrí a la cavidad, del arroyo pasó el agua al instante llenando la figura hasta el borde. Mi pensamiento le ordenó: «¡Ahora álzate!».

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