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© Rodrigo G. Racero




ENTRE EL BIEN Y EL MAL


CAPÍTULO XXVI


Cerca de una semana había pasado desde que Ricardo tuviera aquella reunión con Rafael, en la que quedó en hacer todo lo posible por comprometer a Juan en la trama de la droga robada.
  Se había puesto en contacto con Samara, y ésta quedó en llamarle cuando lo hubiera puesto en conocimiento de Eusebio, y oír lo que éste consideraba que pudiera hacerse en ese tema. No quería presionar a sus amigos de la congregación, haciéndoles saber que el asunto corría prisa, pero Rafael le preguntaba casi todos los días si había avance en el caso, y él no sabía qué contestarle.
  Ya se había puesto fecha a la boda, que sería en poco menos de un mes, normalmente se hubiera tardado más, pero con una ayuda económica a la iglesia, se pudo adelantar ésta.
  Se había elaborado una pequeña lista de las personas más íntimas, a las que era ineludible invitar a la ceremonia, y más tarde al convite en un conocido restaurante del centro de la ciudad.
  Malva y Ricardo sopesaron la idea de invitar a Samara y Eusebio a la boda, pero esto era por lógica de todo punto contraproducente. Sí que acudirían algunos personajes que la pareja ni tan siquiera conocían, pero se trataba de gente de la cúpula de la organización que se habían autoinvitado, y a lo que no se podían negar.
  Un día que había trabajado en la librería hasta tarde, cerrando unos negocios de antiguos libros y manuscritos, así como hablando con representantes de varias editoriales, respecto a hacer algunos nuevos pedidos, decidió, cansado como estaba, quedarse en su casa, en la ciudad, y no ponerse en camino hacia el pueblo. Llamó a Malva y se lo hizo saber.
  -Vente mañana temprano,  que pasado tienes tu turno,  y debes de estar descansado -le aconsejó Malva.
  -Sí, cariño, volveré lo antes posible, no te preocupes.
  -Que descanses, y para eso lo mejor es dormir solo -dijo Malva en tono de chanza.
  -No seas mala, mujer. ¡Naturalmente que dormiré solo! ¿Qué te crees? Me hace falta dormir largo y tendido; veré si esta noche soy capaz y lo consigo.
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  Mientras conducía tranquilamente su coche por las calles de la ciudad, dirección a su casa, pensaba en que no había vuelto a oír que se hubiese declarado ningún otro gran incendio en la capital. ¿Habrían pactado las partes un alto el fuego? En éste caso nunca mejor dicho. Tendría que preguntarle a Samara, si es que lograba llegar a verla de nuevo. Le daba la impresión que ella evitaba en lo posible el encuentro con él; por otro lado comprendía el que se mostrara esquiva, tal vez se sintiera desengañada como amante, él admitía su parte de culpa en las relaciones que habían mantenido, y que no consiguieron llevar a buen término. En realidad fue ella la que así lo quiso; él, tenía que confesárselo, aún guardaba en su mente los días vividos con ella, y no podía evitar un cierto escalofrío al evocar su desnudo cuerpo en el revuelto lecho de sábanas blancas. Reflexionando profundamente, llegaba a la deducción de que, pasado las cosas que habían pasado, era lo mejor que los acontecimientos siguieran el curso que llevaban; el tiempo acabaría por borrar, si no el recuerdo del tiempo de la pasión que vivieron juntos, sí atenuaría el dolor de la separación. Para él quizá fuera más fácil, pues el amor que también sentía por Malva, ocupaba un lugar importante en su corazón.
  Aparcó el coche en el garaje y entró en su casa.
  Una repentina y a la vez extraña sensación le invadió el ánimo.
  Las persianas de las ventanas estaban todas casi hasta el final bajadas, y echadas las cortinas, de modo que una tenue penumbra invadía las habitaciones. Se despojó de su chaqueta que colgó en la percha de la entrada. No sabía explicarse bien porqué, pero se acercó sigilosamente, como un ladrón en su propia casa, por el pasillo hacia el salón. Tenía la impresión de no estar solo, casi percibía o se imaginaba la presencia de alguien. ¿Habrían entrado a robar, y al oírle a él se habían escondido? ¿Irían armados? Quizá fueran gente de la organización, mandados por Juan sabe Dios por qué motivo o causa.
  Entró en el salón, y encendió con rapidez la luz. ¡Un hombre estaba sentado en el sillón, frente a él!
  La sorpresa le dejó momentáneamente sin palabras; logró sobreponerse y gritó, más que nada para ahuyentar su mismo __________

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miedo:
  -¿Quién es usted? ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Ricardo, tras haberse repuesto un tanto de la primera impresión causada por la insólita presencia de aquella persona en su casa.
  Aquel individuo no contestó, permanecía allí sentado, rígido, imperturbable...
  Ricardo comenzó a acercarse despacio, cautelosamente. Sentía un cierto temor, quizá pavor... El corazón le dio un vuelco. Aquel hombre le parecía que era... ¡Sí, aquel hombre demacrado y con barba de unos cuantos días era Mauricio! No le cabía la menor duda de que se trataba de él, aquel hombre, cuyo aspecto era de un marasmo famélico impresionante, era Mauricio. Su apariencia altamente deteriorada, delataba que lo tenía que haber pasado últimamente bastante mal.
  -Mauricio -dijo Ricardo en un susurro apenas perceptible-, habla. ¿Qué te ha pasado? -le tocó levemente en el hombro, y su cuerpo que permanecía como agarrotado, yerto, se inclinó hacia un lado, quedando en esa posición, y sin decir nada. Entonces comprendió Ricardo horrorizado, que aquel hombre estaba muerto.
  ¡Dios mío! -se dijo-. ¿Qué hacer? ¿Cómo había llegado aquel hombre a su casa? Y sobre todo, ¿se había muerto allí, o lo habían traído ya muerto? Le palpó las manos suavemente y estaban, más que fría heladas. Advirtió en ese momento, que del bolsillo pequeño exterior de su chaqueta, asomaba un papel blanco. Lo cogió, lo desdobló, había algo escrito, leyó: "Tú me tenías que haber matado y no lo hiciste. Otro ha tenido que hacer tu trabajo. En los próximos días se te dará un nuevo encargo. Si también fallas, pagarás con tú vida, no lo olvides".
  Ricardo salió del salón. No sabía qué pensar de aquello. Estaba aturdido. Se sentó en la cocina y comenzó a beber despacio un vaso de agua. Trató de serenarse, cavilar fríamente qué era lo mejor que debía hacer ante aquellas circunstancias. Tenía que razonar; lo prioritario, se dijo, era deshacerse del cadáver, sacarlo de su casa, pero, ¿qué hacer después con éste, dónde llevarlo? Quizá enterrarlo en cualquier parte, pensó, pero eso no era tarea fácil; tan sólo en las películas pasan esas cosas, pero no así en la realidad, ¿Cómo iba él __________

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solo a transportar al muerto y luego darle sepultura, dónde y de qué forma? Por no tener no tenía ni tan siquiera pico y pala, lo cual era imprescindible para llevar a cabo tal propósito. No cabía la menor duda, de que aquel problema estaba por encima de su capacidad de actuación y decisión, se daba cuenta que necesitaba ayuda; a los únicos a los que se la podía pedir, no eran otros que los mismos de siempre; a "La congregación de los Soldados de Dios".
  Consultó su reloj de pulsera; eran ya cerca de las diez de la noche. Tenía que intentar ponerse en contacto con Samara, no veía otra alternativa a la de tener que recurrir a ella, más que le pesara; hubiera preferido no tener que hacerlo, pero debía rendirse a la evidencia, de que él no estaba capacitado para salir del atolladero en el que lo habían metido, por lo menos no solo.
  Que aquella maniobra era cosa de la organización, le parecía seguro, aunque pensándolo bien, pudiera ser que fuera por iniciativa expresa de Juan, actuando por su cuenta, sin que la dirección de la organización tuviera conocimiento de ello, para infundirle miedo, teniéndole de cualquier manera sujeto, por el asunto de la droga en la que él, Juan, estaba implicado.
  Iba a marcar el número de Samara, cuando repentinamente sonó el timbre del teléfono, tan estridentemente repercutió en sus oídos, que se llevó un sobresalto.
  ¿Quién sería a esa hora? Se preguntó. Dudó un momento. Al fin descolgó el teléfono.
  -Sí, dígame.
  -¿El señor Ricardo?
  -Al aparato.
  -Nos queríamos informar si ha recibido usted el paquete.
  -¿El paquete? No entiendo. ¿Qué paquete?
  -¿No tiene usted algo nuevo en su casa?
  -¡Ah! Se refiere...
  -Exactamente. Le queríamos advertir que si lo deja mucho tiempo en el mismo lugar, sin moverlo para ocultarlo, terminará a la postre oliendo mal.
  -¿Quién es usted? -preguntó, mas nadie contestó, tan sólo oyó Ricardo una sonora carcajada, antes de cortarse la comunicación.
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  Desistió de su primera intención de llamar a Samara, y probó suerte llamando directamente a Eusebio. El timbre sonó repetidas veces y nadie lo cogía. Ya iba a abandonar, cuando una voz en la que Ricardo reconoció a Eusebio, demandó:
  -Sí, diga.
  -Recurro a la ayuda del "Soldado de Dios" -vino a decir Ricardo, esperando de esta forma ser mejor atendido.
  -Creo saber quién eres. Tengo que decirte que no es esa la forma de comunicarse con nosotros.
  -Perdona si he cometido una falta; pero necesito una imperiosa y necesaria ayuda. ¡Han dejado en mi casa un cadáver, y no sé cómo voy a deshacerme de él! ¿Me podríais tender una mano? Verdaderamente no conozco a quién recurrir. Excepto a vosotros.
  -Hay que tener mucho cuidado; podría tratarse de una trampa -dijo Eusebio-. Tal vez ellos esperan que tú nos llames, y nos estén esperando, si acudimos de inmediato.
  -Es probable que tengas razón. El muerto es Mauricio, vosotros ya lo conocéis. ¿Qué crees tú qué debo hacer? ¿Cómo me debo comportar?
  -Esconde al fallecido donde puedas. No le digas nada a nadie. Ya te llamaré mañana y te diré lo que podamos hacer -dicho esto, Eusebio colgó el teléfono.
  Ricardo quedó en una situación de desolación. Se hallaba solo allí, en su propia casa, con la compañía de un ser extinto. El hombre al que él había ayudado a escapar, y del que pensó que lo habría logrado. Poder evadirse de la organización, era al parecer imposible. La pregunta que Ricardo no sabía responderse era, si la organización sabía que él había favorecido a Mauricio en su intento de fuga. Quizá no, se dijo algo aliviado al pensar en el escrito que el muerto llevaba en el bolsillo, y que en éste no se hacía mención alguna al caso.
  ¿Qué podía hacer? Eusebio le recomendaba que escondiera el cadáver del pobre Mauricio, pero dónde y cómo. Cavilaba intensamente... Pensó en un baúl viejo que tenía, y en el que guardaba algunas cosas deterioradas y antiguas. Fue a la habitación de los huéspedes y abrió el baúl. Es posible, pensó, que algo __________

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encogido quepa el cuerpo del finado. No le cabía otra solución, debía de introducirlo allí. Vació el baúl de todos los trastos de años pasados, la mayoría de ellos no servían para nada. Muchas veces uno conserva cosas que son inservibles: Una máquina de escribir, un candelabro roto, un montón de viejas revistas, una boina, un sombrero... Ahora tenía que hacer el esfuerzo de meter el cuerpo, de la forma que fuera, en el interior del baúl. El difunto pesaba lo suyo a pesar de su adelgazamiento. Ardua le fue la tarea, pero al final consiguió, doblándole las piernas, y forzándolo de aquí y allá, hacer que encajara dentro.
  Se sentó en el sofá y respiró hondo tras el trabajo realizado. Se levantó y fue hasta el mueble-bar; se sirvió una copa de coñac y volvió a sentarse. Le habían dado la noche, cuando se las había prometido muy felices, queriendo conseguir un sueño largo y reparador, se le presentaba tal problema. Francamente no podía presumir para nada de tener suerte.
  Tenía la impresión, no sabía si acertada o no, de que Eusebio no había recibido de buen grado su petición de auxilio. Es posible, consideró, que él estuviera resultando para la congregación, una persona demasiado complicada, que lo único que les aportaba era problemas, y no de poca envergadura. Ahora caía en la cuenta, de que la congregación se sustentaba de los donativos que recibía de las personas que creían en su buena causa, y que él hasta la fecha, aún no había hecho ninguna aportación económica a la misma. En verdad que eso había sido un fallo por su parte, y que en el presente instante se reprochaba severamente. Siempre había estado inmerso en sus propios problemas. Había recibido ayuda, y él no había ayudado a los demás. Sólo había sabido lamentarse de la injusticia que se le hacía; se había mirado así mismo como si él fuera el centro de todos los males que le ocurre a la humanidad; pero la verdad es que en el mundo existen millones de seres que sufren a diario la injusticia y el maltrato de sus semejantes, padecen hambre y son torturados, condenados desde su niñez a llevar una vida miserable, llena de padecimientos, donde son prostituidos y les hacen participar en duros trabajos con un sueldo mezquino, o a tomar parte en las guerras en las que los únicos vencedores son los __________

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traficantes de armas. Visto así no debía tener derecho a lamentarse. La vida es una lucha y él había luchado poco por tener lo que tenía. Hasta el momento en que lo engañaron con el truco del manuscrito, su vida habíase desarrollado plácidamente, sólo había sabido disfrutar de los placeres que el mundo ofrece a aquellos que se lo pueden costear. Comprendía que él también tenía que pagar la parte de dolor que le correspondía, por subsistir en este mundo en que vivía. Así seguía divagando y bebiendo una copa de coñac tras otra. Sintió frío. Cogió una manta, se acurrucó con ella en el sofá, y al poco, sin apenas advertirlo quedó profundamente dormido.
  Despertó de forma repentina y sobresaltado. Dudaba al pensar si había sido real, o fue producto del sueño, la presencia del cadáver de Mauricio en su casa. Se levantó tambaleándose, se sentía mareado y todo le daba vueltas. Se dirigió a la habitación donde se encontraba aquel baúl. El alma se le vino al suelo cuando vio desparramados por el piso, los objetos que normalmente debían de hallarse guardados dentro del cofre. Se acercó y con mano temblorosa levantó la tapa del mismo. A pesar de saberlo y esperarlo, se turbó y sintió pánico, al contemplar el cuerpo acurrucado y muerto de Mauricio. Volvió a cerrar el baúl y saliendo de la habitación se sentó de nuevo en el sofá.
  Hizo un esfuerzo tratando de sobreponerse a la adversidad. Se levantó y se fue al cuarto de baño. Tenía que asearse y estar preparado, por si la prometida ayuda de Eusebio venía.
  Se preparó un café y una tostada. Tenía que desayunar algo.
  Esperaba con ansiedad e impaciencia la llamada de Eusebio.
  ¡No podía vivir con un muerto en su casa! ¿Qué haría, si la ayuda de la congregación no llegaba? Él no podía llamar a la policía, tendría que explicar cosas tan increíbles, que no le creerían; y se complicaría la vida aún más de lo que ya la tenía.
  Daba impacientes vueltas por el salón. Encendió la televisión. Eran las ocho de la mañana, estarían dando las noticias. Oía las noticias sin oírlas, no era capaz de concentrarse, poner atención a aquello que se decía.
  Sonó el teléfono. Estaba nervioso cuando lo descolgó.
  -Sí, dígame -la voz de Eusebio se dejó oír al otro lado:
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  -Te he mandado a dos compañeros. Deben de estar al llegar. Ellos se harán cargo del paquete. Tú te puedes olvidar del asunto.
  Ricardo quiso decir algo; dar las gracias, comunicar su intención de dar un buen donativo para la congregación, pero no pudo ser, se había cortado la comunicación.
  Se sintió un tanto chasqueado. Era verdad que la ayuda le llegaba pronto y eficaz; pero instintivamente apreciaba como un despego hacia él, como si no existiera ninguna intimidad entre ellos, era al fin un trato impersonal el que se le daba, cuando él tenía creído que era algo más para la congregación. Recordaba las palabras de aquel hombre con el que estuvo en el campo escondido, ¿cómo se llamaba?... No tenía nombre, o no se lo dijo, tan sólo su clave. ¿Cómo era? Ah, sí, E.4. le parecía recordar que era. Le dijo que el simple hecho de haber tomado contacto con la congregación, y haber recibido ayuda de la misma, era motivo suficiente para ser considerado miembro de la misma. Seguramente ahí podía residir el enfado de Eusebio hacia él, aunque no se lo expresara claramente. Él nada había hecho por la congregación, ni nada había intentado hacer, ni se había ofrecido para algún trabajo o tarea. Se había alejado de ellos, y tan sólo se acordaba de la congregación para pedir auxilio.
  Se asomó a la ventana y vio a una furgoneta azul aparcada delante de su casa. Casi al mismo tiempo sonó el timbre de la entrada. Acudió con prontitud y abrió la puerta. Dos corpulentos individuos le saludaron:
  -Buenos días -dijeron al unísono-. Venimos a recoger el paquete, ¿dónde se encuentra? -preguntó uno de ellos.
  -Pasen por favor -les invitó Ricardo, y se dirigió hacia la habitación en la que se hallaba el baúl, con el cuerpo de Mauricio dentro.
  Aquellos dos corpulentos hombres sacaron el pesado baúl y lo cargaron en la furgoneta. Acto seguido se metieron en la misma, y arrancando ésta, se marcharon sin más.
  El comportamiento de aquellos tipos, marchándose sin tan siquiera decir adiós, confirmaba a Ricardo en sus sospechas, de que él ya no __________

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estaba muy bien considerado en la congregación. No obstante, el que se hubiesen hecho cargo del cadáver, era un gran favor para él, y una enorme responsabilidad para la congregación, que él tendría de alguna manera que pagar.
  Esa noche le tocaba vigilancia en la fábrica. Seguro que Rafael le preguntaría por el asunto de Juan, y él aún no sabía qué decirle.
  Ahora ya no se atrevía a llamar a Samara, ni a Eusebio para preguntarle por el caso. Esperaría unos días, y si no recibía contestación, trataría de tener un encuentro serio con Eusebio, y aclararía con éste lo concerniente al asunto, así como también lo que tenían en contra, o lo que con él pasaba.
  Se marchó a la librería, donde estuvo un par de horas intentando distraerse en el trabajo, para olvidar en lo posible los últimos acontecimientos.
  Ya algo más sereno, más dueño de sí mismo, se encaminó con su auto dirección al pueblo. Llegaría a tiempo de almorzar con Malva. Dudaba entre si contarle a ella la experiencia vivida con el cadáver de Mauricio en su casa, o quizá mejor por el momento no decirle nada. Se inclinó por callar para no soliviantarla.
  Malva esperó a Ricardo para ir a comer al restaurante. Beatriz les acompañó.
  -Sé que estáis enterados de mis relaciones con Rafael -dijo inesperadamente Beatriz, cuando ya estaban sentados a una mesa en el restaurante, y bebían una cerveza esperando les sirvieran la comida-. Él me ha dicho que te lo ha contado -dijo mirando a Ricardo-. Está intentando que ese Juan no nos pueda perjudicar con sus sospechas, de que nosotros tengamos algo ver en el asunto de la droga robada. Por otro lado no quiero que penséis mal de mí. Os puedo asegurar que la vida con Rogelio no era nada fácil. Era una persona en grado sumo violenta, sobre todo cuando bebía dos copas. Rafael es un poco de paz en mi vida; no es ninguna mala persona, las circunstancias lo han llevado a estar donde está, igual que a todos nosotros.
  -Yo sabía que ibas a hablar con ese hombre -dijo Malva dirigiéndose a Ricardo-, pero no me has dicho nada, ni de lo de Beatriz, ni de cómo han resultado las cosas.
  -Todavía no hay nada definitivo. No es fácil ponerse en contacto __________

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con los de arriba. Hay que andar con pies de plomo; pues no te puedes confiar en cualquiera. Uno se tiene que asegurar de hablar con las personas adecuadas. En caso contrario corres el riesgo de que te tiendan una trampa y a la postre ser tú, en este caso nosotros, los verdaderamente perjudicados.
  -Rafael dice que te ha entregado pruebas, que verifican la fraudulenta culpabilidad de Juan en esa trama de la droga -dijo Beatriz.
  -Cierto. Intentaré por todos los medios a mi alcance, como digo, de hacer uso de ellas para que la organización condene a Juan; pero éste tiene muchos amigos que estarán dispuestos a ayudarle, por eso tengo que saber seguro a quién me dirijo, para que surta efecto la denuncia. Cuando sepa algo concreto os lo comunicaré -terminó diciendo Ricardo.
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