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© Rodrigo G. Racero




LA ANTESALA DE LOS MUERTOS


CAPÍTULO 6


Los acontecimientos se habían desarrollados de la peor manera posible para sus intereses. Pensaba Daniel sentado en su habitación. ¿Por qué habría tenido que ir a pasear por la calle donde vivía Tania? Ahora ya no servía de nada lamentarlo. Las cosas pasan sencillamente porque sí, y nada más. ¿Cuál debía ser su comportamiento de aquí en adelante? Lo mejor sería dejar que todo fuera tomando su normal desenvolvimiento y estar a la expectativa; de todas formas no le quedaba otra solución. Se quedó todo el tiempo en su habitación leyendo un libro de Kant titulado "La Paz Perpetua". Sobre las nueve de la noche bajó para hacer una frugal cena y tomar una cerveza; después de lo cual, se volvió de nuevo a su habitación para seguir concentrado en la lectura, hasta que le entró sueño, allá sobre bien entrada la una de la madrugada.
Se levantó a eso de las nueve de la mañana. Su pensamiento volvió a concentrarse en el hombre de la foto. ¡Qué casualidad! Había tenido que ser precisamente el padre de la chica. Ignoraba hasta qué punto esta circunstancia influiría en su trabajo, en la observación que tenía que hacer de él. Ella no debía enterarse de que había venido a espiar a su padre. Ahora estaba aún más intrigado en saber cuál sería el motivo que daba lugar, a que se le tuviera que acechar. Quizá fuera algo concerniente con los diversos negocios que Tania decía que tenía su padre. Pudiera ser un compañero, o socio en algún trato, que no se fiara plenamente de él. En fin, al final era igual lo que fuera; Daniel tenía la impresión de que él podía aportar bien poco al esclarecimiento de cualquier anomalía en la vida o los negocios del señor Miguel, que había resultado ser el padre de Tania.
Pasaron tres días sin ver aparecer a nadie por el restaurante o pensión, excepto algún que otro parroquiano del pueblo que jugaban una partida al dominó. De Tania tampoco había vuelto a saber nada desde que su padre se la llevara de malas maneras. Al __________

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cuarto día de su estancia en aquella extraña pensión, y estando desayunando sentado en el salón, a la vez que ojeaba un libro, a algo así como las nueve de la mañana, observó la llegada de un hombre joven de tez morena, era sin lugar a duda un gitano. Venía bien vestido, traje gris y una corbata roja algo chillona. Se giró mirando a una y otra parte como buscando algo o a alguien. Dirigió una furtiva mirada a Daniel, y se volvió hacia la mesa en la que se hallaban cuatro ancianos jugando a las cartas. Se inclinó sobre uno de ellos y pareció que le preguntaba cualquier cosa. El hombre se levantó de su silla y ya se dirigía hacia el mostrador, cuando apareció el camarero. El viejo dijo algo al recién llegado a la vez que señalaba con la mano a Roberto, y se retiró de inmediato para continuar su partida de cartas. Daniel nada oía desde su asiento, pues hablaban en voz baja; ni tampoco quería dar la más mínima sospecha de que le interesara el visitante. El camarero, después de hablar unos instantes con el joven y servirle una cerveza, llamó a alguien por teléfono; luego hizo un gesto con la mano y desapareció por la trastienda.
Daniel que había estado observando toda esa maniobra, no sabía bien qué pensar de todo aquello. Optó por salir a la calle, creyendo que desde fuera quizá pudiera tener la oportunidad de sacar alguna conclusión. Miró el coche deportivo que había aparcado ante la puerta del restaurante, y en el cual seguro que había llegado el joven gitano buscando a una determinada persona. ¿Quién sería, y para qué? Daniel se quedó apostado en las cercanías, en una calle adyacente desde donde dominaba la entrada del restaurante. Esperó unos minutos hasta que vio aparecer la alta figura del llamado Miguel. No sabía por qué, pero no le sorprendió lo más mínimo saber que se trataba del padre de Tania. Entró éste en el restaurante y salió a los pocos minutos acompañado del joven que había llegado. Parecía que discutían entre ellos. Al fin abrió el elegante gitano el portamaletas de su coche y sacó de él una maleta y un bulto bastante grande, con el que entraron de nuevo en la pensión.
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Daniel continuó en su puesto, hacía como si estuviera esperando a alguien, mirando de tanto en tanto el reloj, aunque no había nadie en su entorno. Pasado que fueron unos diez minutos, salió el visitante, arrancó su coche y se marchó a una velocidad un tanto desmesurada. No quiso Daniel volver de inmediato a lo que era últimamente su residencia, pensó que no sería lo más oportuno que le viera Miguel aparecer por allí, así que se dedicó a pasear por una parte del pueblo por la que aún no había estado. Su mayor sorpresa fue que al doblar una esquina, se topó inesperadamente con quien menos pensaba en ese momento: antes sí tenía la insospechada pareja de José y Carmen juntos.
-¡Hola! Pero -Daniel no salía de su asombro-, ¿qué hacéis aquí? ¿No trabajas? -preguntó a José.
-Tenía aún un par de días de vacaciones -aclaró José-. Pero nosotros te podemos preguntar exactamente lo mismo a ti. Creo que es más rara tu presencia aquí, que no la nuestra; al fin y al cabo nosotros somos de aquí, tú no.
-Cierto, mas todo tiene su explicación. He venido buscando un poco de tranquilidad para estudiar. Quizá me pueda presentar a unas oposiciones, para un trabajo en el ayuntamiento.
-¿Y te has venido precisamente a este pueblo, que no conocías tan sólo hace unos días? Permíteme que te diga, que lo encuentro muy raro. Además, me dijiste que ya habías encontrado un trabajo.
-Aunque tengas otro motivo, no estás obligado a confesarlo; es tu cosa -dijo Carmen con una sonrisa, y un tono suspicaz en la voz.
-No es por ninguna otra causa, por la que aquí estoy, aunque bien me puedo imaginar lo que pensáis; pero os aseguro que os equivocáis. El empleo en el ayuntamiento es mejor y más seguro que el que me pueda proporcionar el señor Andrés.
-Me da igual donde te coloques, no me importa en absoluto. Te crees tan listo, que hasta quieres saber nuestro pensamiento. Dinos pues qué es lo que pensamos -le retó José.
-Pues creo que...
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-¡Ah,   vaya!   Mira  quien  viene.   Ahora  ya  estamos  al  completo -exclamó Carmen señalando a Tania que se acercaba hacia ellos por la acera. José y Daniel giraron la cabeza y vieron a Tania que les saludaba con la mano.
-¡Hola! ¿Qué hacéis todos por aquí? -demandó Tania al llegar junto a ellos.
-Me parece que todos pensábamos en ti -manifestó Daniel intencionadamente.
-Algo bueno supongo -dijo ella sonriente.
-Ni bueno ni malo -se apresuró a decir José-, simplemente te recordábamos.
-Chicos,  tengo  sed.  ¿Por qué  no  vamos  a  tomar  una  coca-cola? -propuso Carmen.
A todos les pareció buena la idea de ir al restaurante a beber algo.
Daniel pensó en el padre de Tania, y deseó interiormente que ya se hubiera marchado, para cuando ellos llegaran.
Hubiera querido saber lo acontecido entre Tania y su padre el día que se la llevó del restaurante, pero desistió en el último momento de preguntarle nada, quizá no debiera comentarlo delante de los otros, esperaría a mejor ocasión; cuando se vieran a solas en otro momento.
Ya en el restaurante acomodados todos, y bebiendo coca-cola ellas y cerveza ellos; habló Daniel abiertamente, pues quería que se aclarara la cosa:
-¿Sabes, Tania, que estos se piensan que nosotros somos novios?
Tania miró a unos y a otros y preguntó:
-¿Qué ha pasado? ¿A qué se debe esto?
-Nosotros no hemos dicho eso -se apresuró a decir José.
-Es verdad que no lo hemos dicho, pero también es verdad que lo sospechamos. ¿O no? -dijo Carmen mirando a José.
-Bueno, es cierto que hemos pensado que quizá haya algo entre vosotros;  pero  no  tiene porqué  ser verdad,  no lo hemos afirmado -habló José como disculpándose.
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-¿Queréis que os diga la verdad? Pues ésta es que no hay nada de eso, pero también os digo que yo no tendría nada en contra, si él así lo deseara.
-¡Vaya, eso es toda una declaración de amor! -exclamó Carmen riendo de buenas ganas.
Daniel observó a José, y lo vio serio, le pareció que hacia grandes esfuerzos por contener la rabia que le embargaba el ánimo. Daniel se vio en la obligación de tener que decir algo. Era para él una embarazosa situación. Hacía tiempo que había notado que Tania sentía algo por él; pero nunca llegó a creer que lo manifestara de un modo tan abierto, y menos aún delante de los demás. No sabía que iba a decir, pero tenía sin más remedio que abrir la boca. Sin pensárselo bien oyó el tono tranquilo de sus propias palabras:
-Bien, es como para sentirse muy halagado. Debo decir que ella a mí no me deja indiferente. ¡A qué hombre puede dejar indiferente una mujer tan bella! Pero la situación en la que me encuentro no me permite perder la cabeza. Yo nada tengo que ofrecerle, mi porvenir es bastante incierto, y en esta circunstancia no merezco el amor de ninguna mujer.
-Vamos, tonterías. Yo pienso que eso son tan sólo disculpas. No le creas ni una palabra Tania. La verdad es que no te quiere -sentenció con toda la mala intención del mundo Carmen.
-Sí, ya me he dado cuenta hace tiempo, no soy tonta; y por lo mismo sé que a ti Daniel también te gusta, ¿no estoy en lo cierto?
-¿Es que acaso se me nota? -contestó Carmen algo desafiante.
-Vaya, todas estáis por lo visto enamoradas del chico; pero a él parece que no le interesa para nada las mujeres -dijo José queriendo dar a entender algo que quedaba en el aire, a la vez que forzaba una sonrisa.
-¿Qué es lo que quieres insinuar? -contestó Daniel a José, a la vez que se alzaba de su asiento mirándole amenazadoramente.
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-Bueno, bueno está -intervino Tania temiendo que la cosa tomara mal cariz. No pasa nada. Somos amigos y debemos comportarnos como tales.
-Hubiera sido ideal el que Tania estuviera enamorada de José, y Daniel lo estuviera de mí. ¿Verdad? -dijo Carmen sin dirigirse a nadie en concreto y sin dejar de reír. Así no habría ningún problema, y todos seríamos felices; pero el mundo de los sentimientos es como es, y nada se puede hacer.
-Dicen que la señora Angustia arregla los males de  los  enamorados -comentó José mirando intensamente a Tania.
-No digas bobadas hombre -le contestó Tania despectivamente.
-¿Por qué no? Podríamos hablar con ella haber qué solución nos da -dijo Carmen poniéndose del lado de José-. Quizá tenga algún remedio. Puede ser hasta divertido.
-¡Vamos, eso son idioteces y supersticiones! -vino a opinar Daniel dándole la razón a Tania.
-Tú eres el que menos entiendes de estas cosas. Hay mucho de verdad en la magia de nuestro pueblo, que la gente de otras culturas no puede comprender -dijo José.
-Admito que todo puede ser posible -consintió Daniel-, pero permíteme que lo ponga en duda.
-Todo es cuestión de que probemos -machacó José-. ¿O tenéis miedo?
-¿Miedo? No sé de qué -dijo Daniel.
-Pues  decidámonos,  y hagámosle una visita  a  la  señora  Angustia -volvió a pinchar de nuevo Carmen, mirando divertida a Tania.
-Nunca he creído en  eso;  y  sigo  pensando  que  son  supercherías -insistió Tania en su opinión.
-Yo creo que sí tenéis miedo los dos -dijo José señalando a Tania y Daniel-, y los que tienen miedo, es porque no están seguros de ellos mismos.
-Vamos -se obstinó Carmen-, si no creéis, no tenéis nada que perder ni que ganar.
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-Sí, pero yo no entiendo. ¿Qué es lo que hace esa mujer? -preguntó Daniel. -¿Y quién lo sabe? -se interrogó Carmen-. Nadie que no haya ido a consultarla, sabe nada.
-Bueno, pues por mi parte podemos ir. En cierto modo tengo también yo curiosidad por ver qué pasa. Siempre que Tania acceda, lo apruebo -aclaró Daniel.
-¿Cómo? ¿Estás dispuesto de verdad a aceptar ese teatro? -dijo Tania con cara de incrédula-. Yo te tengo por una persona inteligente; pero si tú así lo decides, por mí que no quede.
-Bien,  ya  que estamos todos de acuerdo,  pongámonos  en  marcha -dijo José, y parecía contento cuando se alzaba de su silla.
Juntos se encaminaron todos hacia la casa de la tal señora Angustia. Daniel recordaba a aquella mujer obesa, de faz poco agraciada; dueña al parecer de la tiendecilla donde José compró los cigarrillos, la primera vez que estuvo en el pueblo. Caminaban en silencio, cada uno ahondado en sus propios pensamientos. Subieron la cuesta de aquella empinada calle y llegaron hasta la puerta de la tienda, que se encontraba cerrada. Lo que a todos les extrañó muchísimo.
-Y bien, ahora qué pasa -dijo Daniel.
-Sí, eso -opinó también Tania-. ¿Qué vamos a hacer ahora?
-Yo creo saber donde se halla -contestó José-. Seguro que estará en la cabaña que tiene en el monte. Allí se va muchas veces; pues recoge y manipula con diferentes hierbas que sólo ella conoce y con las que prepara algunos extraños potingues.
-Vaya, que bien enterado está -comentó Carmen.
-Veo normal que lo esté -dijo Tania desdeñosamente-, pues debe de ser su querida amiga.
Daniel miró a José y observó irritación en su mirada.
-No es mi querida amiga -dijo José a todas luces dolido con Tania-. La conozco desde mi niñez, y sé que tiene un gran conocimiento de __________

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muchas clases de hierbas para usos medicinales, y que aplaca ciertas dolencias. Eso es todo.
-Entonces será una curandera, más que una bruja -apuntó Daniel.
-¿Quién dijo que fuera una bruja? -preguntó desafiante José.
-Perdona, pero curar males de amores con plantas, me parece más cosa de brujería que de otra cosa, por lo menos para mí -insistió Daniel-, y pienso que la primera que tenía que curarse sería ella misma, pues si mal no recuerdo, cuando estuvimos aquí se quejaba la mujer de algunos dolores; además, si uno ve lo gorda que está, no es eso precisamente lo más saludable; y ella tenía que ser la primera en saberlo.
-Todas esas cosas no tienen porqué menoscabar su saber, en lo concerniente al conocimiento de las plantas; ni tampoco en su dominio de la magia, para tratar el mal de amores -dijo Carmen saliendo en defensa de José.
-Sigo creyendo que eso son supersticiones -manifestó de nuevo Tania.
-Yo también, pero vayamos no obstante, a ver qué pasa -le dijo a Tania Daniel.
-Vale -contestó ésta con gesto resignado.
Caminaron por el campo durante unos veinte minutos, hasta que al fin divisaron en la falda de una colina, una más que decrépita barraca.
-Allí es -dijo José señalando con el brazo levantado el lugar donde se hallaba la más que desvencijada casucha de madera-. Esperemos que se encuentre dentro.
-No sé cómo puede venir aquí esa mujer. Con su obesidad apenas podrá andar, y menos agacharse para ir recogiendo plantas. Me parece recordar que tampoco ve muy bien -comentó Daniel.
-Todas esas cosas que dices de la señora Angustia; deberías preguntárselas a ella cuando la veamos -le incitó Carmen.
-Nada tengo en contra de ella -quiso aclarar Daniel-. Tan sólo me sorprende su aparente actividad, pensando como está.
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Al fin arribaron a aquella especie de choza. La puerta estaba igualmente cerrada y no se advertía a nadie en su alrededor.
-¿Qué hacemos ahora? -preguntó Tania.
-Esta mujer no aparece por parte alguna -dijo Daniel.
-Esperemos un rato. No debe de estar muy lejos -opinó José.
-Sí, sentémonos en este banco -propuso Carmen señalando un banco de madera que había a un lado de la puerta- y aguardemos.
Pasado que fueron unos minutos, se vio aparecer a la tal señora Angustia montada en un pequeño burro. Daniel pensaba que el pobre animal lo debía de estar pasando mal; ya que su paso era lento y sus movimientos parecían cansados.
Se sorprendió al ver que la obesa señora daba un ágil salto al apearse del burro, y andaba con firmeza hacia ellos a la vez que preguntaba:
-¿Qué hacéis vosotros aquí? ¿Veníais a visitarme?
-Pues sí -se adelantó José-. Queríamos consultar con Vd. Un problema.
-¿Un problema? ¿Vosotros tenéis un problema y queréis hablarlo conmigo? ¡Qué extraño! Jamás ha venido gente joven a pedirme ningún consejo. ¿De qué cosa se trata?
-Pues -empezó José y se paró, que no sabía cómo continuar-, tenemos un problema -insistió.
-Sí, eso ya lo has dicho -dijo la señora Angustia, que parecía se le había despertado la curiosidad-. Entremos en la casa y bebamos algo, que estoy sedienta.
Entraron todos en aquella exigua cabaña. El pobre mobiliario de ésta estaba compuesto por una mesa de reducido tamaño y dos sillas de nea. En un rincón, bajo un pequeño ventanuco se hallaba un camastro con unas muy cortas, pero robustas patas. Pensó Daniel que así soportaría mejor el peso de la señora Angustia. En otra esquina había una especie de destartalada estantería, donde se encontraban diferentes cacharros y botellas. En el suelo un par de garrafas, que a Daniel le pareció que debían contener agua; junto a __________

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éstas, un montón de diversas clases de hierbas. También había diferentes ganchos clavados en lo que sería la pared, y de los que colgaban unas talegas que debían contener algo, pues se veían abultadas.
-¿Queréis un trago de aguardiente, o preferid acaso agua? -preguntó la obesa señora con una risa que dejó ver su amarilla y mellada dentadura.
-No gracias, yo por mi parte no tengo sed -dijo Daniel.
-Yo tampoco -manifestó Tania, así como también los otros.
-Bien, acomodaos, sentaos como podáis -dijo la dueña de la casucha a la vez que se dirigió a la estantería, y cogiendo una botella medio llena, dio un gran trago de lo que se debía suponer era el nombrado aguardiente. Vino a tumbarse después en aquel algo mugriento camastro. Las dos chicas se sentaron en las dos únicas sillas que había. Daniel descubrió en ese preciso instante un cajón que estaba junto al montón de hierbas, y poniéndolo boca abajo se sentó en él. A José no le cupo más opción que sentarse junto a la mujer, en la estrecha cama.
-Bueno -habló la señora Angustia-, alguien tendrá que explicar ese problema que os ha traído hasta mí; que en tanto no lo conozca, no sabré si está en mi mano poder ayudaros.
-José es el que ha tenido la idea -habló Tania-; y él es, creo yo, el que tendrá que explicárselo.
-Pues -dijo José al sentirse aludido-, no sé si será una tontería, pero he oído decir que Vd. cura el mal de amores. Y entonces...
-¡Ah, de eso se trata! -pareció sorprenderse la señora Angustia. Pero luego, tras pensar un instante aventuró-: José está enamorado de ti, pero tú no le quieres. ¿No es cierto Tania?
-Sí,  creo  que eso es cierto.  Pero la cosa es mucho más complicada -continuó Tania-. Carmen está enamorada de Daniel, y éste por lo visto no la quiere.
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-¿Y tú, en qué lugar te hallas? -preguntó la curandera de amores-. Tú estás seguro enamorada de Daniel; pero éste no de ti, y por lo que dices tampoco de Carmen. ¿Es eso así?
-Sí, eso parece. Pienso que todo esto es algo ridículo. Lo mejor es que nos marchemos y que Vd. nos perdone por la molestia -dijo Tania levantándose de su asiento.
-No, a mí no me molestáis para nada; muy al contrario, me gusta todo lo concerniente a los sentimientos de las personas, son cosas muy serias. Con voluntad y sacrificio, todo tiene solución en esta vida; pero me tenéis que decir qué deseáis hacer, cuál es para vosotros todos, el mejor desenlace de la cuestión.
-¿Y quién lo sabe? -argumentó Carmen-. Aquí cada uno querrá su conveniencia; pero lo que es bueno para uno, no lo es para otro.
-Siéntate -dijo la señora Angustia dirigiéndose a Tania que se mantenía aún en pie-. Veamos -continuó ésta-. Tú por ejemplo, José, ¿qué es lo que deseas, sabiendo que la chica que tú quieres no te ama?
-Pues yo preferiría poder arrancarla de mi corazón; que el sólo saber que nunca podrá ser mía, es una insoportable tortura.
-¿Y tú, Tania, ¿qué harás sabiendo que tu amor no es correspondido?
-Yo espero, ya que él no está por ninguna otra mujer, poder ganarme su amor. Quizá más adelante -manifestó Tania mirando intensamente a Daniel.
-Carmen, ¿tú qué dices? Estás en la misma situación que Tania.
-Sí, pero yo intuyo que tengo menos posibilidades que ella. Por otra parte, tampoco es mi amor tan desesperado como el de José. Es verdad que Daniel me gusta; pero si no puede ser, pues nada se puede hacer -dijo Carmen encogiéndose de hombros.
-Interesante, interesante. Y bien, tú que lo tienes más fácil que nadie, ¿qué piensas de todo? -le preguntó por último la obesa señora a Daniel.
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-No sé qué decirle. Creo que José y Tania se lo toman, como se suele decir, muy a pecho. Pienso que el tiempo lo arregla todo. Somos jóvenes; y más adelante nos daremos cuenta de que todo esto son cosas propias de la juventud.
-Hablas como una persona más adulta. Parece que estés ya a la vuelta de otras experiencias amorosa. Lo cierto es que la juventud no tiene espera; lo que desea con ardor, lo quiere ahora, y eso sea quizá lo más bello, y a la vez lo más trágico de esa edad.
-Bueno, yo creo que ya nos debemos marchar -dijo Tania-. Por lo menos yo me voy.
-Yo también creo que nos debemos ir -la apoyó Daniel.
-Esperemos a oír que nos dice la señora Angustia -propuso José.
-Sí, díganos qué es lo que nos aconseja para solucionar el problema -demandó Carmen.
-Tendría que recurrir a una drástica operación, que aún todavía nunca he puesto en práctica, y que por lo tanto no sé con exactitud si daría resultado.
-¿Qué clase de operación? -preguntó José.
-¿Es peligroso? -quiso saber Carmen.
-No sé. Supongo que no. Por lo menos no tiene ningún peligro físico. La pregunta es si tendrá el correcto efecto psíquico; quiero decir que llegue a tener el resultado deseado -explicó la experta en arreglos amorosos.
-¿Deja alguna secuela si no se consigue lo previsto? -demandó Tania, al parecer ahora interesada en el tema.
-Ya os he dicho que lo ignoro. Nunca antes lo he probado.
-Sí, pero díganos, ¿qué es lo que tiene que hacer? ¿De qué se trata en concreto? ¿Cómo se las arregla para llevar a cabo esa operación? ¿Cómo la realizará? ¿Con qué instrumento o de qué forma la efectuará? -machacó Daniel, para que la señora Angustia clarificara la situación.
-Nada os puedo aclarar. Las cosas hay que ir practicándolas al mismo tiempo que se van explicando, mejor dicho, no es una __________

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definición exacta de lo que pasará, ya que esto se ignora; es más bien un deseo que se expresa, de que lo que se lleva a cabo, conduzca a buen fin.
-Así que nada se puede saber de antemano -comentó José.
-Exactamente, uno lo hace o lo deja. Tampoco hay garantía de nada. Todo implica un riesgo en la vida, y todo está supeditado a que uno acierte o no en sus decisiones -terminó diciendo la mujer solemnemente.
-Pero estamos en que nada peligroso puede pasar -dijo Daniel.
-Como ya he dicho antes, supongo que no; pero no lo puedo descartar en absoluto -dilucidó la señora, que parecía muy segura de lo que decía.
-¿Quién es, o quiénes son los que deben de participar en dicha operación? -preguntó Carmen.
-Yo diría que José y Daniel -contestó seria y convencida la demandada.
-¿Y por qué Daniel? -interrogó Tania-. Él no está enamorado de nadie; no hay por lo tanto que curarle de nada.
-Si queréis buscar una solución al problema que me habéis planteado, tenéis que confiar en mí, o lo dejamos. Es condición previa el que lo hagáis con convicción y sin miedo. Vuestra mente tiene que estar en blanco, limpia de otro pensamiento que pueda perturbar el proceso de la operación. Nada debéis preguntar, tan sólo obedecer.
Todos se miraron con gestos de dudas, de indecisión. No sabían qué hacer, y nadie decía nada.
La señora Angustia los miraba con una leve sonrisa, y esperaba al parecer, muy tranquilamente.
Hubo unos minutos de un silencio tenso. El ambiente estaba algo enrarecido; tantas personas en tan reducido espacio. Olía a aguardiente, pues la robusta señora había bebido algunos, demasiados largos tragos de la botella, que ya aparecía casi vacía. Daniel se preguntaba si aquella mujer estaría en sus cabales. Pensó __________

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después que, si aquello de alguna manera podía ayudarle a José, para que pudiera olvidarse del amor que sentía por Tania, aunque fuera de un modo subjetivo, que aquella vieja pudiera hacer que él, José, creyera de verdad que ya no tenía porqué sentir pasión alguna hacia Tania; esto sería bueno para todos: Para Tania que se vería libre de un amor no deseado, para él mismo, pues de seguro volvería a tener mejor relación con el propio José, que también se vería libre de ese amor no correspondido. Fue ese pensamiento el que impulsó a Daniel a dar su consentimiento para que dicha operación se llevara a cabo. Miró Daniel con fijeza a la obesa mujer y dijo:
-De acuerdo, si José quiere, yo estoy dispuesto.
Todos lo miraron; la que parecía más sorprendida era Tania, que le dijo a Daniel:
-No lo hagas, te aconsejo que no lo hagas -repitió con cara de preocupación.
-Yo también estoy decidido -manifestó José alzándose del camastro.
-¿Y qué hacemos nosotras? -preguntó Carmen a la vieja-. ¿Nos debemos marchar?
-No -respondió ésta-, vosotras tenéis también que cooperar en todo el proceso a seguir.
-¿Nosotras? -se sorprendió Tania-. ¿Qué podemos hacer nosotras?
-Ya os lo diré a su tiempo -contestó la mujer seria-. Sentaos ahora por favor -y parecía por el tono de su voz, más una orden que un ruego.
Levantó la enorme  mole que era su  cuerpo la señora Angustia, y fue a descolgar tres de las talegas que pendían de los clavos en la pared; después cogió de la estantería un pequeño hornillo de petróleo que puso sobre la mesa, así como las talegas, de las que sacó un manojo de hierba seca de cada una de ellas. Volvió a la estantería y eligió un cazo entre varios de los que allí había, y lo llenó de agua de una de las garrafas existentes. Encendió el hornillo __________

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con un mechero y puso el agua a calentar. Tornó con cara de cansancio a donde estaban las talegas y descolgó otra, sacando de ella lo que parecía ser dos vendas, que puso luego sobre la mesa. Se dirigió de nuevo a la estantería y trajo a la mesa dos tasas de no muy buen aspecto, una de ella estaba desconchada. Todos miraban el ir y venir de la mujer sin decir palabra alguna. Parecía que estaban como hipnotizados. Se oyó el burbujear del agua. Cortó unas ramas que se llevó a la nariz la señora. Daniel pensó que ella quería cerciorarse primero, que esas eran las hierbas adecuadas; luego las fue poniendo en el agua una tras otra. Abrió la boca por primera vez desde que empezó su tarea para decir:
-Tienen que hervir cinco  minutos,  y  reposar  después  otros  cinco -recogió las talegas que colgó de nuevo en su sitio y se acercó a la mesa; parecía esperar que pasara el tiempo, pues miraba su reloj de pulsera. Al fin apartó el humeante cazo que puso a un lado. Abrió el cajón de la mesa y saco de él un cuchillo, y puso la hoja de éste a la llama del hornillo. Estuvo así durante un buen rato, que a Daniel y sus amigos les pareció una eternidad-. Bueno, ya está todo preparado -dijo la gruesa señora-. Daniel y José, venid aquí, sentaos en las sillas uno junto al otro, pero en sentido opuesto, de tal manera que podáis miraros a los ojos. -Tania y Carmen se alzaron y dejaron libre sus asientos a los chicos. Estos se sentaron como les fue ordenado-. Esperemos un momento que el cuchillo se enfríe.
Aunque habían aceptado confiar en ella, Tania no pudo contenerse y quiso saber:
-¿Podría Vd. decirnos para qué es ese cuchillo? No tendrá en mente dañar a alguien.
-No tengáis miedo, es un simple corte en la muñeca de cada uno de ellos, para que se mezcle la sangre de ambos. Son chicos jóvenes y valientes; no se van a morir por ello. Pero si queréis retiraros aún estáis a tiempo.
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-Siga adelante señora Angustia, y no haga caso de las niñas. Yo no tengo miedo alguno -dijo José mirando desafiante a Daniel.
-Yo tampoco -manifestó Daniel-. Continúe.
-De acuerdo. Apoyad cada uno el codo del brazo derecho sobre la mesa. Igual que si quisierais a echar un pulso. Poned la palma de la mano para arriba. Muy bien -dijo al ver que los jóvenes obedecían sus instrucciones. Se agachó un tanto la obesa mujer cuchillo en mano, y con precisión y verdadera maestría, hizo rápido un corte en cada una de las muñecas de ellos. Juntó las heridas para que la sangre de los dos se uniera. Las manos formaban ahora una cruz. Cogió una de las vendas y en esa posición empezó a liarlas, hasta que dejó de verse la sangre que había empezado a derramarse, goteando en la mesa-. Bueno, ahora debéis tomaros una taza de estas hierbas, está un poco amarga, pero tiene que ser -dijo la mujer- verdaderamente tenía que tener mal gusto, pensó Tania al ver los gestos de ambos al beberla.
Una vez que habían terminado de beber aquella amarga infusión, puso la señora Angustia sus gordezuelas manazas, en la nuca de cada uno de los chicos, y apretando suavemente, acercó las dos cabezas hasta que éstas llegaron a tocarse por la frente. -Quedaros en esta posición -dijo y cogiendo la otra venda que estaba sobre la mesa, sujetó con ella, liándola alrededor de las cabezas de ambos-. Comprendo que no es una posición muy cómoda -se expresó cuando hubo acabado-; pero así tiene que ser. Venid vosotras dos -dijo y Tania y Carmen se acercaron hasta ella.
-¿Qué tenemos que hacer? -preguntó Carmen.
-¿Qué quiere de nosotras? -indagó Tania.
-Tú -dijo señalando a Carmen-, ponte al lado de José y sujétale la cabeza para aliviar su posición. Y tú Tania, haz exactamente lo mismo con Daniel. Dentro de breves instantes se quedarán como dormidos, aunque no lo estarán plenamente. Ahora leeré unos versos, que vosotras tenéis que recitar conmigo, cada vez que yo __________

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lea un verso, vosotras lo debéis repetir como un eco -insistió para que estuviera claro lo que deseaba.
Fue la mujer hasta la estantería. Allí se encontraban objetos de toda clase. Estuvo rebuscando un momento. Al fin se volvió con un papel en la mano.
-Aquí está -dijo con una sonrisa en su ancha cara-. Para que sepáis cuando tenéis que repetir mis palabras, yo aré tras cada verso, una pequeña pausa. ¿De acuerdo?
Tania y Carmen asintieron con un movimiento de cabeza, y la obesa señora se puso a leer:

Mi mente está en el limbo, allí está, clara y pura, y el sentimiento anula de este amor maldito. De la pasión me libro. Nunca más quiero amarte, tampoco despreciarte; sólo tener olvido.

Tania y Carmen habían ido repitiendo, uno a uno todos los versos, tras la señora Angustia. Así lo hicieron hasta tres veces, en que fue leída la breve poesía, como ésta les había dicho, y ahora estaban calladas y expectantes.
Pasaron aún unos diez minutos hasta que la mujer, bruja o curandera, dio por terminado el extraño experimento. Quitó las vendas de la cabeza y las manos de los chicos, comprobó que las heridas de las muñecas ya no sangraban apenas. Sacó una cajita del cajón de la mesa y de ella unos esparadrapos con los que cubrió las heridas de ambos.
-Bien -demandó-. ¿Cómo os encontráis? ¿Estáis mareados?
-Yo me encuentro bien -dijo José.
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-Yo tengo el estómago algo raro. Creo que la infusión de esos yerbajos, no me ha caído bien -comentó Daniel.
-Eso no tiene ninguna importancia;  se  te  pasará  dentro de un rato -le conformó la curandera.
-Y bien, ¿qué ocurre ahora? ¿Estás ya curado? -vino a preguntarle Carmen a José.
-No sé decirte -respondió el aludido.
-Todavía es pronto para que adviertan algo; pero seguro que cuando hayan pasado unos días, irán notando en su interior un cambio, un modo diferente de ver las cosas; les embargarán unos nuevos sentimientos, otros pensamientos cruzarán sus mentes. Lo que no sé, es si será para bien o para mal -les explicó la señora.
-Pienso que ya es hora de que nos marchemos -dijo Tania.
-Sí, yo también creo que nos debemos ir -coincidió con ella Daniel.
Se despidieron de la señora Angustia prometiendo volver más adelante, para comunicarle si aquel más que raro rito, había surtido el efecto deseado.
Caminaron los cuatro en silencio. Nadie quiso comentar nada de lo acontecido en la cabaña de la bruja o curandera. José y Carmen se marcharon juntos, pues debían coger el autobús para la ciudad y no querían perderlo.
-¿No temes que te vean conmigo? -le preguntó Daniel a Tania cuando se quedó a solas con ésta-. Alguno podría decírselo a tu padre.
-No es tan fiero el león como lo pintan -respondió la chica-. Mi padre no me suele regañar, y menos aún delante de nadie. Lo que pasó es que él quiere que yo esté en casa siempre que viene, y se molestó mucho cuando vio que no estaba. A veces reacciona un poco violento, pero se le pasa pronto.
-Yo tuve la culpa de que tú no estuvieras en casa. Se nos fue el santo al cielo hablando de poesía, y ese fue el resultado.
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-La verdad es que mi padre tiene la culpa, siempre me avisa con tiempo diciendo que viene, pero esta vez se ha presentado de improviso.
-Bueno, de todas formas, pienso que es mejor que no nos vean juntos. Lo digo por ti, no es que yo no quiera estar contigo.
-No tengas miedo, que tu vida no corre peligro. Ten la seguridad de que mi padre no te va a matar.
Yo te quisiera preguntar ¿qué es lo que tú piensas de lo acontecido? Y sobre todo, ¿por qué te has prestado a ese juego?
-La verdad es que yo no creo para nada en toda esa especie de magia, no obstante he pensado que José sí crea, así pues, que de cualquier modo, en verdad le pueda ayudar a dejar de amarte. Entonces todos ganamos con ello, tú más que nadie, pues quedarás libre de su amor, como deseabas, y así seremos todos mejores amigos, supongo.
-No has pensado para nada en mí. Dime, ¿te atrae Carmen?
-Ella es también, como tú, una chica muy guapa; pero yo no estoy enamorado de ella, si es eso lo que en realidad quieres saber.
-Era más que nada simple curiosidad de mujer. ¿Qué piensa hacer ahora?
-Voy a intentar estudiar un poco. ¿Y tú?
-De momento acompañarte, después no sé qué haré, tal vez lea un rato. ¡A propósito! Déjame tu cuaderno de poesías, deseo saber qué escribes.
-Ya te leí algo.
-Sí, pero quiero conocer más.
-¿No temes que Roberto el camarero nos vea, y se lo pueda decir a tu padre?
-Para nada. Él me aprecia y nunca iría en contra mía; aunque le tiene mucho respeto a mi padre, lo que es natural, es su jefe.
-¿Cómo su jefe?
-Pues claro hombre, el restaurante es de mi padre. ¿No lo sabías?
-Naturalmente que no. ¿Cómo iba a saberlo?
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-Pues ya lo sabes. Así cuando voy al restaurante, es como si fuera a mi casa. Nadie puede decirme nada.
-Hoy es martes -dijo Daniel-, el viernes es lo más seguro que me vaya.
-¿Por qué te quieres ir tan pronto?
-¿Tan pronto dices? No soy rico como para poder estar aquí todo el tiempo. Tengo que intentar conseguir ese trabajo. Si no fuera posible, ya que siempre hay mucha gente que va recomendada por alguien, pues procurar buscar otra cosa.
-Tienes razón, necesitas un trabajo. Yo te deseo mucha suerte.
Siguieron hablando de lo difícil que estaba encontrar un trabajo, hasta que llegaron al restaurante. Daniel subió para coger el cuaderno de poesías que Tania quería leer, y oyó voces, procedían de la habitación contigua a la suya. No entendía bien de qué hablaban. Entró despacio, de puntilla, como ladrón que no quiere ser sorprendido, en su propia estancia. Se acercó hasta la pared que separaba su habitación de la otra y aplicó el oído. Un sexto sentido le decía que debía saber lo que allí se hablaba.
Una voz decía en aquel momento:
-Creo que aún está vivo. ¿Cómo puede haber venido a parar aquí?
Daniel no reconoció de quien era aquella voz.
Sí creyó reconocer a Miguel, el padre de Tania, quién contestó con ronca voz diciendo:
-Pienso que alguien de aquí ha manipulado los hilos, de forma que lo ha hecho aparecer entre nosotros.
-Según tengo entendido, es la primera vez que algo así sucede -dijo la voz desconocida.
-¿Cómo no lo has advertido antes? ¿Cómo no lo has podido evitar?
Parecía que Miguel le reprochaba a la otra persona.
-He intentado por todos los medios conocer la razón y motivo del hecho en sí, más no he podido averiguar nada.
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-Te hago responsable directo de este asunto; si algo sale mal, tú pagarás los platos rotos, pues tú tienes que saber todo lo que aquí se mueve, y ponerme en conocimiento de ello a tiempo.
Daniel estaba dudando entre el interés que tenía de saber lo que pasaba, y el miedo a ser descubierto. No quiso seguir oyendo. Pensó que lo mejor era quitarse de en medio, desaparecer, y por supuesto también lo debía de hacer Tania, saliendo del restaurante para que su padre no la viera. Así pues salió de puntilla de su habitación y bajó rápido las escaleras.
-Ven -dijo a Tania que le esperaba sentada-, aquí tengo el cuaderno.
-¿Adónde vas? -demandó ella-. Siéntate aquí, tomaremos algo. Yo te invito.
-No, salgamos ahora. Quiero decirte algo.
-¿Qué bicho te ha picado? ¿Adónde vamos? ¿Qué me quieres decir? -preguntaba Tania atropelladamente, al tiempo que apretaba el paso andando tras de Daniel.
-Ahora te cuento -dijo él; y después de andar un buen trecho y estar en otra calle, miró a Tania y habló-: Verás, he oído que tu padre estaba en la habitación de arriba contigua a la mía. Al parecer discutía con otra persona que por lo visto está bajo él, y algo le recriminaba; por el tono de su voz parecía que estaba muy enfadado. No entendía bien de qué iba el tema, ni me interesa. Yo tan sólo quería que no nos viera juntos. Prefiero no tener una nueva disputa con tu padre, eso es todo.
-No quisiera que tuvieras miedo de mi padre; él no es en realidad tan malo como pueda parecer, de verdad; aunque últimamente, no sé bien porqué, parece algo nervioso, está un poco como cambiado, diferente... Pienso que quizá los negocios no le vayan bien, y esa puede ser la causa. Lo cierto es que ignoraba que hubiera venido; probablemente ha llamado y yo no estaba en casa, creo que ahora sí me debería de marchar. Perdona -dijo Tania, y añadió-. ¿Me dejas __________

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tu cuaderno? Ya te lo devolveré otro día -y arrebatándoselo a Daniel de las manos, salió corriendo sin más.
Daniel se quedó pensando que, aunque Tania siempre hablaba bien de su padre, diciendo que era una muy buena persona, la verdad era que lo sucedido hasta ahora y por él apreciado, daba motivo a pensar todo lo contrario. Por otra parte tenía que considerar que él había venido al pueblo para espiar sus movimientos, y lógicamente la persona que había pagado por ello, no lo haría de seguro para saber lo bondadoso de su carácter, sino que más bien sería por otro muy diferente asunto; probablemente relacionado con turbios negocios. Se encontraba en una embarazosa situación, pues le disgustaba tener que estar haciendo aquel extraño trabajo de, digamos observador, del padre de la chica por la que, ahora empezaba a darse cuenta, sentía cierto afecto, ¿o quizá era algo más? Tenía que poner orden en su pensamiento, ver con claridad cómo actuar, qué pasos deberían ser los próximos a dar para terminar con éxito su trabajo, y a la vez tratar de averiguar qué clase de consecuencias se derivarían de todo ello para el padre de Tania, pues no quería, a pesar de que no le era para nada simpático, que por su culpa le sobreviniera algún mal, o se viera en algún aprieto. Pensaba en lo enigmático que era todo lo acontecido en su vida en los últimos días. Hacía menos de nada que no conocía a ninguno de los que ahora eran sus amigos. También pensó en lo absurdo que le pareció el teatro montado por la tal señora Angustia con respecto a curar el mal de amores, al recordarlo, no pudo por menos que esbozar una leve sonrisa. Continuó paseando por las solitarias, estrechas callejuelas de aquel singular pueblo, que hasta hacía bien poco, no tenía la más mínima noticia de que existiera.
Cuando después de haber dado un largo paseo Daniel volvió a la pensión, todo estaba tranquilo. Tan sólo dos hombres de avanzada edad, sentados a una mesa bebían vino y hablaban quedamente, como si tuvieran el deseo de que nadie oyera su conversación.
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Subió a su habitación, y una vez en su interior aguzó el oído, pero no se oía el más mínimo ruido que proviniera del cuarto contiguo.
Se tumbó en la cama. Dos días le quedaban para marcharse, y lo conseguido en su misión de espía no era precisamente relevante.
Se alzó y cogiendo su cuaderno de apuntes, hizo un pernicioso y detallado análisis, tomando nota de todo aquello que le había parecido interesante y que según su criterio pudiera tener algún valor para la persona que le había mandado hacer aquel trabajo.
Miró su reloj, eran ya más de las tres de la tarde. Su estómago le anunció que todavía no había almorzado, y bajó al restaurante. Se sentó y esperó a que viniera el camarero. Pasado que fueron unos minutos, apareció Roberto, que al ver a Daniel comentó:
-Supongo que aunque sea algo tarde querrás comer.
-Naturalmente; el estómago me está martirizando. He estado dando un largo paseo y se me ha abierto el apetito. ¿Qué hay de comer?
-A esta hora ya lo único que le puedo hacer, es un par de huevos fritos con patatas.
-Es una comida estupenda, regada con un poco de vino, manjar de dioses, dijo Daniel sonriendo.
-Ya mismo se lo sirvo -dijo Roberto y desapareció hacia el interior.
Después de comer, Daniel pasó el resto del día en su habitación leyendo y tratando de terminar un poema, que ya hacía tiempo había empezado.



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© Rodrigo G. Racero