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© Rodrigo G. Racero




ENTRE EL BIEN Y EL MAL


CAPÍTULO II


Se despertó Ricardo cuando una voz suave y acariciante le susurraba quedamente al oído:
  -Levántate cariño, que ya es hora. Prepararé el desayuno en tanto te lavas y arreglas.
  -¿Cómo te has levantado tan temprano? -Preguntó él aún soñoliento-. Nos acostamos muy tarde.
  -¿Te encuentras mejor esta mañana? -Preguntó ella a su vez.
  -Sí, perfectamente -respondió, aunque no era cierto, pues la cabeza le bullía, le pesaba y se sentía un tanto mareado-. Me parece que bebimos anoche un poco demasiado -comentó.
  -¿Te parece que vayamos a la playa?
  -No me parece mal -dijo más bien por complacerla-, pero primero tengo que ir a por el coche.
  -Daremos un paseo por la ciudad. Recogeremos tu coche y nos vamos después a bañarnos. ¿Vale?
  -Conforme -contestó, al tiempo que se dirigía a la cocina tras el olor del café y las tostadas.

  El baño en el mar le hizo bien a Ricardo. El agua estaba más fresca de lo que era habitual en ese tiempo, y le despejó. Se encontraba de mejor humor y veía la vida de un modo más optimista. Malva era una mujer verdaderamente bella, su cuerpo voluptuoso y atrayente, tenía un embrujo capaz de despertar la más honda de las pasiones.
  Comieron en un chiringuito de la playa y se marcharon, pasada la media tarde para casa. Salieron por la noche, y tras visitar media docenas de locales, decidieron, pues ya era bastante avanzada la noche, cenar. No lograron hallar el sitio que buscaban, aunque podría ser que él, al no recordarse, no se hubiese dado cuenta, y habría pasado por él sin advertirlo. Repitieron la operación durante varias noches, con el mismo resultado negativo.
  Pasaron los días. Malva tuvo que marcharse. Poco a poco parecía que fuera recuperando la normalidad de su vida, con su trabajo y las relaciones con las personas que conocía; no se atrevía a decir __________

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amigos, era esta una palabra demasiada seria e íntima, como para poder aplicársela a cualquiera.
  La verdad sea dicha, es que no creía que ninguno de ellos fuera ciertamente un amigo sincero.
  Se enfrascó de tal manera en sus quehaceres y negocios, que se fue desvaneciendo todo lo concerniente a aquel misterioso viejo individuo, hasta el punto, de que ahora le parecía haber sufrido una mala pesadilla, de la que ya estaba recuperado. Aunque había un hueco, un espacio en su vida que se veía incapaz de llenar, como si se hubiese roto un trozo de la película de su memoria.

  Un día, pasado que hubo un par de semanas desde aquella, para él todavía incomprensible experiencia; oyó una música en la radio, yendo en el coche hacia casa, que le hizo recordar al pronto el interior del local, donde se topó con aquel enigmático abuelo. Alguien tocaba al piano aquella canción que cantaba una joven hermosa y algo ligera de ropa. Era un espacioso salón cercado por columnas, que formaban arcos en rededor. Mesas había por doquier distribuidas, quedando en el centro aún bastante espacio para bailar. En la parte opuesta a la entrada, entre dos de las columnas, había un entarimado sobre el cual un hombre vestido de negro, interpretaba al piano la canción que ahora oía en la radio. Seguía sin saber dónde estaba el tal local, pero sí era ya seguro para él, que no fue aquello producto de su fantasía.
  Se dedicó aquella noche a recorrer los restaurantes, locales, salas de fiestas que había por las afueras de la ciudad y, al fin, ya a última hora, en la madrugada, dio con el sitio en el que había estado y mantenido aquel extraño diálogo. El local se llamaba "El Cisne Negro".
  Se acercó a la barra y pidió un coñac. El local estaba medio vacío. La música sonaba del piano y la hermosa rubia con aspecto de extranjera, cantaba sin mucho entusiasmo, uno de los más populares aires modernos. Tan sólo un par de parejas danzaban lentamente, perdidas en la superficie de aquel gran espacio.
  -¿Qué tal Ricardo? -la voz de una mujer detrás de él le saludo. Se volvió y vio a una atractiva morena de exuberantes pechos que le __________

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sonreía-. ¿Dónde te has metido todo este tiempo? No se te ve el polvo por ninguna parte -y en un tono más bajo dijo-: ¿Qué haces aquí? ¿Estás loco?
  -Perdón, pero... ¿nos conocemos?
  -¿Qué es lo que te ocurre? ¿Estás enfadado conmigo? Yo sí que tengo motivos de estar disgustada; desapareciste de pronto sin decir ni pió- le reprochó aquella mujer, y parecía no tener la menor duda de saber con quien hablaba; así pues tenía que pensar que verdaderamente le conocía, es más, le daba la impresión, por su modo de hablar, de que hubiese alguna intimidad entre ambos.
  -Quisiera hacerte una pregunta -dijo Ricardo-. ¿Te recuerdas si la última vez que estuve aquí, me vistes hablando con un viejo, al que acompañaba otro hombre?
  -Supongo que te refieres a Sebastián; pero... ¿por qué no lo llamas por su nombre? Os conocéis hace ya bastante tiempo. Te veo extraño. ¿Qué es lo que te sucede? -en el rostro de aquella bella mujer se advertía un algo de sorpresa, tal vez incredulidad y un algo interrogante en su mirada.
  -No, nada. Dime: ¿Cuándo suele venir?
  -Tú lo sabes bien; aparece poco, casi nada durante la semana, pero cuando está aquí sin fallar, es el lunes a recoger las ganancias.
  -Bien, gracias. Ahora me tengo que marchar.
  -¡Oye! ¿No me invitas a una copa? ¿No significo ya nada para ti?
  -Vale, ¿qué quieres tomar?
  -Champaña,  naturalmente.  Alberto, tráenos una botella a la mesa -dijo ella dirigiéndose al camarero-. Ven, tengo que decirte algo que creo debes de saber -dijo, y cogiéndole de la mano, le llevó con ella a una mesa cercana.
  Pensaba marcharse. Pero la verdad era que las palabras de aquella mujer lograron intrigarle y decidió quedarse.
  Ya sentados y después de haber bebido en silencio una copa, la incitó a que hablara:
  -¡Venga mujer, abre la boca de una vez!
  -La verdad es que... no sé cómo empezar. Pero dime: ¿Qué es lo que pasa contigo? No entiendo tu comportamiento.
  -Es posible que yo no sea un extraño para ti, pero la verdad es que __________

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tú sí lo eres para mí. No recuerdo nada de mi vida anterior. Habla si tienes algo que contarme y pueda ser de mi interés.
  -¡No recuerdas nada de tu vida pasada! Puede ser una buena estrategia -comentó la mujer que dijo llamarse Samara.
  -Pensaba que me tenías que decir algo importante -recordó Ricardo.
  -Verás, ahora ya dudo si debo decírtelo. Me acabas de confesar que has perdido la memoria; en estas circunstancias quizá será mejor que nada sepas, pues tal vez se torne todo más confuso para ti. Cuando recuperes la memoria, si es que esto sucede, entonces todo lo verás claro, y entenderás por que prefiero ahora callar, ya que nada comprenderías de lo que te pueda en este momento decir. Lo único que sí te puedo asegurar, es que te has metido en un lugar que puede ser bastante peligroso para ti; deberías meditarlo y no volver nunca más por aquí. Así evitarás que te den alguna orden que no desees cumplir.
  -Realmente no me sorprende nada lo que me dices. Ese tal Sebastián pretende que le pague no sé qué cosa; pero ignoro el motivo, no sé por qué tengo que hacerlo. Gracias de todas maneras por tu advertencia. Vendré el lunes a pesar de todo. ¿A qué hora dices que se encuentra aquí?
  -Me extraña de verdad que lo preguntes. Viene siempre a comer a medio día. Tú sueles almorzar muchas veces junto con él, y ahora hablas como si apenas le conocieras, claro que si has perdido la memoria como dices...
  -Sí, claro... por supuesto él es una de las pocas cosas que recuerdo. La verdad es que aunque tú no te lo creas, yo no le conozco muy bien que digamos. Perdona -dijo mirando su reloj de pulsera-, tengo que irme ahora. Adiós -dijo, al tiempo que dejaba un billete sobre la mesa, y levantándose, salió de allí un tanto atropelladamente.
  Fuera ya de aquel lugar, restaurante, sala de fiesta o lo que sea, se puso a cavilar; se preguntaba sobre todo: ¿Qué clases de relaciones eran las que le unían con tales personas? Sacó la conclusión de que aquella mujer que había hablado con él, le apreciaba; parecía, o a él le daba la impresión, de que tuviese alguna debilidad hacía él, no le __________

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era al parecer indiferente; quizá existiera un lazo de amistad, no se atrevía a pensar que fuese una intimidad demasiado profunda, pero lo seguro era que intentaba ponerle en guardia, sobre algo que ella creía podía ser peligroso para su persona. Por más vueltas que le daba a su cerebro y se estrujaba la memoria, no lograba encontrar la razón o el motivo, que le explicara y le hiciera comprender el trato que, inequívocamente tenía, o le ligaba a la gente aquella.
  Lo que le preocupaba sobre manera, era lo que le había dicho respecto a que se marchara y no apareciera más por allí, y de esta forma evitar cumplir alguna orden que le pudieran dar. Si había hablado así, es que existía para él un peligro latente. Al parecer, él debía solucionar un determinado asunto. ¿Qué clase de asunto podría ser ese? Su mente estaba en blanco, ningún resquicio había por donde se filtrara un poco de "luz" que le hiciera comprender, recordar o avivar su perdida memoria. Estaba decidido a aclarar de una vez por todas, aquella más que singular historia. El próximo lunes vería de nuevo a aquel peculiar viejo, y le exigiría con toda contundencia le diera una exacta explicación de lo que pretendía de él, y por qué y cómo era, que tenía que pagar una deuda, de la que él no tenía la menor idea, ni aún tan siquiera cómo pudo ser por él contraída. Que él supiera no existía ningún documento que revelara la veracidad de lo que el provecto individuo le decía. A no ser que, verdaderamente su falta de memoria le estuviera jugando una mala pasada, y de verdad se encontrara en su poder las pruebas de lo que afirmaba; pero dudaba en grado sumo de que esto fuese así, ya que en su recuerdo de la disputa mantenida con el tal anciano, nunca hubo éste mencionado nada referente a un documento que justificara o acreditara dicha deuda. Naturalmente estaría atento, a ver qué resultaba sobre la cuestión del trabajo que él debía realizar, por si las sospechas de aquella mujer eran ciertas y su vida corriera algún peligro. Quizá fuera lo mejor no acudir el lunes en su busca, sino esperar hasta ver qué pasaba. Efectivamente, él no quería nada del otro, por el contrario el otro sí de él, así pues le tocaba al anciano moverse y venir a su encuentro. Mientras más lo pensaba, más se convencía así mismo de que eso era lo más adecuado, esperar pacientemente su reacción. Intentaba recordar con todas sus __________

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fuerzas, y hasta rebuscó en su casa por todas partes, y en la librería miró y remiró una y cien veces, pero nada pudo encontrar, ni nada recordaba que tuviese algo que ver con una deuda por su parte. Se torturaba y era una obsesión todo el misterioso asunto en su mente. La verdad, pensaba, era que no tenía en absoluto idea alguna de la cantidad a pagar. ¡No sólo no sabía por qué, tampoco sabía cuanto! Le daba la impresión, tenía la sospecha sin saber bien porqué, de que debía de tratarse de una cantidad considerable, pero que no iba a poner desde luego, en ningún aprieto su estable economía. Aunque no se podía quejar, los negocios no marchaban en los últimos tiempos demasiado bien; un par de transacciones fallidas dieron al traste con la posibilidad de ganar una muy buena cantidad de dinero, cuando todo estaba prácticamente acordado y parecía que se llevaría a buen término, fueron anuladas en últimas instancias, sin más explicaciones, por sus clientes.
  Parecía como si alguien que le odiara, o tuviera algo en contra suya, se mantuviera oculto en la oscuridad, a la sombra de su vida, procurando por todos los medios que las cosas le salieran mal. Se preguntaba si tendría alguna relación la pérdida de aquellos negocios, con lo concerniente a la deuda de que hablaba aquel viejo individuo. ¿Cómo había dicho la chica que se llamaba? ¡Ah, sí! Sebastián, ese era su nombre.

  Pensándolo despacio, no parecía muy razonable que le impidieran ganar dinero, pues que en tanto él hacía buenos negocios, en mejor posición económica estaría para poder pagarles la cantidad exigida. No se podía creer que tuvieran interés alguno en arruinarle.
  Llegó el lunes y estuvo tentado de aparecer en aquel local a pedir, más bien digamos a exigir que se le aclarara al fin lo referente a la maldita deuda, pero pudo contenerse y dejó pasar el tiempo. Transcurrido unos días y hallándose en su casa poniendo en orden unos papeles, sonó el timbre repetidas veces. Se extrañó sobre manera, pues era avanzada la noche y no esperaba a nadie. Abrió la puerta y se llevó una gran sorpresa: Ante él estaba el viejo. Aquel hombre había sido una pesadilla, como un fantasma que vivía confuso en su recuerdo; su rostro no tenía ahora ninguna expresión __________

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que reflejara algún estado de ánimo. El asombro no le dejó pronunciar palabra alguna.
  -Supongo que tu memoria será ya lo suficientemente buena como para reconocerme -dijo el barbudo anciano sin hacer el más mínimo gesto de saludo-. ¿No me invitas a pasar? -añadió, y apartándole a un lado, entró con toda la naturalidad del mundo, cual si fuese su propia casa. Se sentó, más bien se tumbó en el sofá al tiempo que decía-. ¿Dónde se encuentran tus buenas maneras hospitalarias? ¿No le ofreces un trago a tu viejo amigo?
  -Sí -dijo, y a pesar de que se quería imponer con contundencia y hablarle con decisión; decirle que no deseaba tener con él ninguna clase de negocios; la verdad es que las palabras se quedaron hechas un nudo en su garganta, sin lograr poder articularlas, murieron ahogadas en su interior y tan sólo pudo formular un-. ¿Le parece bien coñac? -al mismo tiempo que se dirigía hacia la mesa con la botella y dos copas en las manos.
  Se sentó a su lado y sirvió un poco de aquella bebida fuerte, pero agradable al paladar. El viejo asintió sin pronunciar palabra, y bebió en silencio un par de sorbos que dejó su copa vacía. Le miró inquisitoriamente, y cogiendo la botella se sirvió una buena cantidad de la cual volvió a beber con aparente placer.
  -Me pregunta si tengo recobrada la memoria -dijo Ricardo-. ¿Cómo sabe que la he tenido perdida? De usted recuerdo sólo haber tenido una disputa, en la cual me exigía el pago de una deuda que yo no quiero en absoluto reconocer, ya que no soy consciente de deber nada, si ello fuera así, y se me demostrara que efectivamente soy acreedor de dicha deuda, por supuesto que haría frente a la misma, ya que creo ser una persona responsable de mis actos.
  -¡Alto hombre, para! Veo que te sigue fallando la memoria, si es eso de lo único que te recuerdas. Es cierto que tuvimos una discusión, pero... ¿de verdad no sabes aún nada de tu vida anterior? ¿No me reconoces a mí, ni a lo que yo represento?
  -Lo que usted represente o no represente me interesa un bledo, señor. Lo único que deseo es que desaparezca de mi vida, y me deje vivir en paz -contestó Ricardo, y él mismo se asombró de lo concluyente de sus palabras.
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  -Nadie puede apartarse. Todos tenemos que adoptar una resolución en algún momento de nuestra vida. Tú estás ya con nosotros comprometido. Tu pérdida de memoria ha sido causada por una extraña circunstancia. En realidad te considerábamos ya muerto, has logrado recuperarte y te has escapado, has pretendido desaparecer, has abandonado, tienes miedo, y no has querido acatar lo que se te ordenaba.
  -¿Lo que se me ordenaba? ¿Quién tiene poder para ordenarme nada? ¡Yo soy un hombre libre!
  -La libertad es utópica; nadie es nunca verdaderamente libre. Lo único que puedes conseguir con tu actitud de oposición, es tu destrucción plena. ¡Nunca podrás escapar, estás bajo el poder de nuestra organización!
  -¿Qué quiere usted insinuar? ¿Qué organización? No entiendo nada en absoluto.
  -Veo que todavía no te has repuesto. Volveré dentro de unos días. Te tienes que encargar de hacer una importante misión. Procura permanecer tranquilo. El recuerdo te vendrá de golpe, cuando menos te lo esperes recuperarás la memoria -dijo el enigmático viejo, y levantándose, se marchó sin pronunciar palabra alguna de despedida.
  Ricardo se quedó sin saber qué pensar de todo aquello, dando vueltas por la habitación. Se sentó de nuevo y se sirvió una copa de aquel coñac y encendió un cigarrillo. ¿Por qué había dicho que lo tenían por muerto, pero que se había recuperado? ¿De qué o de quienes se había escapado? ¿Cuál sería aquella misión que tenía que cumplir?
  Estuvo cavilando toda la noche, revolviéndose en la cama sin poder llegar a conciliar el sueño.
  Pasaron algunos días desde la visita de Sebastián, el vetusto barbudo, cuando una mañana, al despertarse de repente, tuvo el pleno conocimiento de su situación, de su vida, del difícil momento en el que se encontraba. Sabía quien era Sebastián, y que éste era su jefe de grupo; pertenecían, él también por supuesto, a una especie de nueva religión secreta u organización, también se podría denominar secta al servicio del Mal.
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  Sabía el nombre de su jefe supremo, aunque nunca había llegado a poder verle, pero sí había oído que se llamaba Thare. Él se había visto abocado a entrar en aquella misteriosa especie de secta religiosa que tenía unos ideales demenciales, porque para conseguirlo, se habían valido de una bien urdida artimaña, para obligarlo a formar parte de ella.
  Todo empezó cuando un día, cosa como un par de meses atrás, y por una extraña circunstancia, vino a entrar, mejor dicho a caer en las redes de aquellos extraños individuos, que pregonaban a sus adictos el derecho a existir del Mal, aunque evitaban nombrar la palabra Mal, pues hablaban de dos fuerzas encontradas, la otra era por contraposición el Bien, o lo que la mayoría de la gente vulgar, consideraba que era tal. De esta forma se aseguraba la permanencia en el mundo de un estado controlado en lo posible, pues ambas fuerzas eran necesarias en la vida para la continuidad del ser humano en su lucha constante, en la persecución de su destino último, el anhelado ideal soñado que reúna a todos los seres del mundo en una armonía divina. Para la búsqueda de ese ansiado fin era aún necesaria la existencia de la combatividad. Todavía estaba lejana la meta que se debía alcanzar en el futuro, quizá estuviera fuera, en un planeta lejano. Decían que, hasta que la humanidad no sufriera una verdadera hecatombe y destrucción, no reaccionaría, y seguiría eternamente pecando. Para curar el comportamiento nefasto de los otros había que continuar peleando, aunque con ello se hiciera daño, mucho daño, aunque éste, el modo equívoco de comportarse y que algunos llaman el Mal, era en definitiva el Bien. De tal forma que la gente, paradójicamente confundían el Mal con lo que en realidad era el Bien, ya que éste, el llamado Bien, intentaba salvar a los débiles de las redes del pecado.
  Ellos consideraban que los débiles no tenían salvación; que igual que toda fruta podrida, tenía que ser eliminada, destruida, para que no contagiara la que era fuerte y sana. Sólo los que no tenían carácter, los que no poseían una voluntad férrea, venían a caer en la tentación, eran seducidos, porque no sabían, o no podían resistirse a penetrar en ese mundo de vicio, donde nadie era dueño de si mismo, y estaban plenamente entregados a las drogas, el alcohol, la __________

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avaricia, persiguiendo la riqueza, quemándose en la corrupción y el engaño...
  Cuando se imponga en el mundo la ley del imperio de la fuerza vital e inteligente; cuando se alce el poder arrollador de los fuertes y superiores; cuando los débiles sean eliminados de la faz de la tierra o su presencia sea reducida a un mínimo insignificante; cuando la férrea disciplina sea aceptada por todos, acatada sin protesta, y todos sean fuertes en el desempeño de su función o cometido, será entonces una posibilidad, la paz perpetua.
  Nunca había llegado a oír semejante absurdidad, pero todo esto lo supo él bastante más tarde.
  Fue en su establecimiento. Una tarde en la que ya se disponía a cerrar, cuando un individuo bien vestido y de correcto aspecto entró, y tras saludar atentamente, le propuso la venta de un viejo e inédito manuscrito. Se notaba cultura y educación en sus modales y al presentarse dijo llamarse Mauricio, había cierta exquisitez en su forma de expresarse. El libro en cuestión dijo ser que se trataba de una obra desconocida de Aleister Crowley, de la serie II.
  -Pero de ésta serie no se conoce ninguna obra -le dijo él-, pues es la etapa del silencio y la meditación, y no existe por ello nada escrito. El tal individuo le contestó que lo mejor para la meditación, es decir, para lo meditado, era escribir lo que se piensa y plasmarlo de inmediato en el papel, para no olvidarlo y dejar constancia de ello. Así pues lo tuvo que haber comprendido Crowley, y fue por eso que escribió el referido libro. Aunque eran muy pocas personas las que tenían conocimiento de ello.
  Quedó en principio interesado y acordaron una cita para días después, al objeto de ver y estudiar con más detenimiento el manuscrito.
  Pasaron unos días y al igual que en la primera ocasión, apareció este señor llamado Mauricio, momentos antes de la hora de cerrar la librería, y le propuso ir con él a cenar y tomar después una copa, en tanto examinaba la obra y discutían la cantidad a pagar por la adquisición de la misma.
  Portaba un pequeño maletín de mano, y él se imaginó que dentro llevaría el citado manuscrito.
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  Fueron en su coche a un restaurante llamado "El Cisne Negro". Allí fue donde conoció a Sebastián; era amigo del que le ofrecía el misterioso libro, y al decir de éste, un entendido en obras manuscritas y antiguos libros; un experto en viejos textos de religiones y toda clase de mitologías clásicas, y de las menos conocidas o arcaicas de todas las partes del mundo.
  Después que les hubo presentado, sacó Mauricio de su negro maletín un libro manuscrito, no muy grueso, de deteriorado aspecto y de mugrientas pastas marrones, que ponía en sus manos con una sonrisa de complicidad.
  Miró a ambos con un algo de recelo en lo más hondo de su ser. Empezó a hojear con esmerado cuidado aquel extraño libro. La tinta negra estaba corrida en algunas partes, y había algún que otro pequeño borrón. La letra era a veces ininteligible; el papel se veía amarillento por el paso del tiempo y estaban agrietadas y quebradizas muchas de sus hojas. En su mente se acrecentaba la desconfianza. No entendía mucho de aquel texto, por no decir casi nada. La caligrafía no era precisamente muy inteligible y la verdad era que él no tenía precisamente un profundo conocimiento del inglés. Dejó claro que no podía por su parte tomar una decisión a la ligera; tenía que consultar a un amigo especialista en la materia y dejarse aconsejar por él, antes de arriesgarse a efectuar la compra.
  El provecto hombre habló por primera vez diciendo que estaba en su pleno derecho, pero que él le podía asegurar la autenticidad de la obra que tenía entre sus manos, y que era para él una ocasión única, la adquisición de la misma. Le contestó que no quería en absoluto poner en duda la afirmación de su juicio, pero que no sólo era para su tranquilidad, sino para poder asegurarle a un señor, cliente suyo y posible comprador del manuscrito, el firme criterio avalado por una reconocida personalidad versada en la materia.
  Consintieron sin más en cederle el libro. Le recomendaron que lo tratara con esmerado cuidado y que fuera él, el que se pusiera en contacto con ellos cuando hubiese terminado el examen, y decidiese o no su adquisición. No querían obligarle a que les asegurase la compra del mismo, podía retirarse sin más, ningún compromiso le __________

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ataba a ellos, podía devolverle el manuscrito siempre que quisiera y dar por terminado el asunto.
  Quedó ante aquella postura, grata- y verdaderamente sorprendido. Depositaban en él una confianza que le extrañó sobremanera, ya que no le conocían de nada, aunque, pensó, quizá fuese esto una estrategia para predisponerle en su favor y hacerle al fin comprar la obra. ¡A propósito de compra! Cayó en la cuenta de que aún no habían hablado de lo más importante, es decir, del precio del manuscrito.
  Preguntó a cuanto se elevaría el coste del libro caso de querer adquirirlo; pero le contestaron que ya hablarían de ello, cuando su convencimiento en la autenticidad de éste, estuviera fuera de duda. Pasaron unas semanas. Un conocido suyo, experto conocedor de antiguas escrituras y viejos libros; que ya había examinado para él en diferentes ocasiones otras cosas, no supo decirle esta vez, después de haberlo examinado durante varios días, si el tal escrito atribuido al autor inglés Aleister Crowley, era efectivamente verídico. Lo único que pudo aseverarle sin dejar lugar a duda fue que todo lo escrito, así como el papel y las pastas del libro se podía datar dentro de la fecha en la que vivió ese escritor.
  Había pensado que la antigüedad que tenía el libro, le daba ya por sí mismo un determinado valor, independientemente de que hubiera sido o no escrito por Crowley. Pretendía, en caso de que el precio fuese razonable, adquirirlo. Esperó un tiempo y viendo que nadie aparecía por su establecimiento, se decidió a ir al lugar donde tuvo aquel encuentro.
  Apareció una noche en el "Cisne Negro", aquel restaurante que por la noche se convertía en una sala de fiesta, con una orquesta y una bella cantante algo ligerita de ropas. No se encontraban allí ninguno de los dos personajes que querían venderle el manuscrito.
  Se sentó, y estuvo bebiendo unas copas durante un par de horas.
  Al ver que no aparecían decidió marcharse. Pagó al camarero y ya se levantaba de su asiento para abandonar el local, cuando se le acercó la cantante y con una amplia sonrisa de su boca atrayente, le preguntó si no le agradaban sus canciones. Quiso ser galante y le contestó que no sólo le gustaba su modo de cantar, pues tenía una voz melodiosa y acariciante, sino que también le atraía ella como __________

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mujer, ya que era muy atractiva. Ella le dio las gracias ampliando más aún si cabe su sonrisa, e hizo que se sentara de nuevo junto con ella a la mesa.
  -¿Por qué entonces deseaba marcharse tan pronto? -dijo ella.
  -¿Tan pronto? Llevo aquí algo así como dos horas.
  -Sé que es usted amigo de Sebastián.
  -¿Sebastián? No entiendo.
  -Recuerdo haberle visto junto con él y otro señor que también conozco, en aquella mesa -dijo señalando con un gesto de su cabeza hacia un determinado lugar.
  -¡Ah, sí, ahora recuerdo! Sebastián, ese es el nombre del barbudo. El otro, creo que se llama Mauricio. La verdad es que había venido con la esperanza de encontrarlos. Quería cerrar con ellos un negocio que teníamos pendiente. ¿Tiene eso alguna importancia para usted?
  -No, no... por supuesto que no. Quería tan sólo conversar. ¿No me invita a una copa? -terminó diciendo con una sonrisa un tanto turbada-. Sebastián es el encargado del local. Pensé que era usted un amigo suyo.
  -No,  no somos  para nada  amigos.  Es sólo  un asunto de negocio. -Llamó Ricardo al camarero, y entregándole un billete le dijo:
  -Sírvale a la señorita lo que desee tomar -y dirigiéndose a ella-. Lo siento, ahora me tengo que ir, pero volveré pronto. ¿Cómo se llama?
  -Samara -contestó la atractiva mujer. Él notó que ella le miraba muy fijamente, como si pretendiera comunicarle cualquier cosa.
  -Ricardo -dijo él, y se dirigió con pasos firmes hacia la salida.
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